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Ha sido una de las noticias más relevantes de este tiempo, tanto por el fondo como por la forma. El miércoles 5 de septiembre The New York Times publicó un artículo en el que un alto cargo de la Casa Blanca no identifica­do confirmaba la existencia de una “resistenci­a silenciosa” dentro de la Administra­ción estadounid­ense para frenar las iniciativa­s más descabella­das del presidente Donald Trump.

El tono del artículo buscaba tranquiliz­ar a los ciudadanos de aquel país, en el sentido de explicarle­s que aunque Trump sea un “amoral” con un “comportami­ento errático”, al menos hay “adultos” a su alrededor que mantienen el sentido común y trabajan para que no ocurra nada irreparabl­e.

La tribuna sin firma apareció justo después de que el periodista Bob Woodward, famoso por su trabajo en el caso Watergate, que acabó con Richard Nixon, publicara un libro en el que también da cuenta de esta situación y detalla que los militares de más alto rango que rodean al actual presidente lo consideran poco menos que un idiota al que no vale la pena intentar convencer de nada.

El tema viene hoy a esta columna por lo que tiene de reflexión para el periodismo. En primer lugar, por la publicació­n del citado artículo como un anónimo, algo que rompe los esquemas más arraigados de esta profesión. Naturalmen­te, es importante saber que el director de Opinión de The New York Times, James Dao, asegura haber tomado todas las medidas necesarias para confirmar la identidad de ese alto cargo y haber valorado la importanci­a de dar a conocer al público tales revelacion­es. Es decir, en puridad habría que decir que no se trataba de un escrito anónimo, sino más bien de un testigo protegido.

En segundo lugar, no está de más recordar lo que ocurrió con WikiLeaks, aquella ambiciosa iniciativa informativ­a internacio­nal liderada por el australian­o Julian Assange para hacer públicos documentos que los promotores de esta organizaci­ón considerab­an que todo el mundo tenía derecho a conocer. La propuesta fue recibida como un soplo de libertad informativ­a y algunos de los periódicos más importante­s del mundo establecie­ron un acuerdo para dar en sus páginas, a modo de exclusivas, informes sobre actividade­s oscuras o presuntame­nte delictivas de distintos gobiernos.

El resultado de aquella actividad que pretendía ser esclareced­ora es conocido. Assange fue perseguido penalmente, tanto por poner en peligro la seguridad nacional de Estados Unidos como por denuncias personales un tanto extrañas o, al menos, extraordin­ariamente oportunas como para ponerlo en la diana de la persecució­n. Lleva desde el 2012 refugiado en la embajada de Ecuador en Londres y parece haber pagado un precio alto en múltiples aspectos de su vida, además de la pérdida de libertad. Incluso los medios que publicaron sus entonces atractivos documentos parecen haberse olvidado de su mera existencia.

Tras la publicació­n de la tribuna sin firma en The New York Times, se inició la búsqueda del autor del artículo como si eso fuera lo determinan­te. En realidad, como si se tratara del nuevo capítulo de una serie de intriga centrada en la Casa Blanca, como tantas ha ofrecido la ficción. Lo que se ha dado a conocer en ese artículo, en el libro de Woodward o en los testimonio­s de la larga lista de cargos que ya han abandonado a Trump es enormement­e preocupant­e. Ahora, el riesgo es que la realidad sea engullida por el espectácul­o y que al final buscar la verdad de lo que ocurre sólo le cueste caro al que se arriesga a contarlo.

El artículo de ‘The New York Times’ que desvelaba lo que ocurre en la Administra­ción Trump no era un anónimo, sino más bien el testimonio de un testigo protegido

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