Sánchez, los aforados y la Constitución
PEDRO Sánchez sorprendió ayer con una propuesta de reforma de la Constitución que tendría por objeto acabar con los aforamientos. Según el presidente del Gobierno tal reforma, factible pese a su debilidad parlamentaria, podría acometerse con rapidez y entrar en vigor en dos meses.
Sánchez afirmó que su reto era lograr que “los ciudadanos vuelvan a creer en la política”. Quizás la reforma propuesta contribuiría a alcanzar tal objetivo. Pero todo indica, por una parte, que el objetivo de Sánchez al plantearla no es exclusivamente ese, y por otra, que hay maneras no menos efectivas de restaurar el afecto ciudadano por la política. Es obvio, además, que Sánchez ha pasado una semana difícil, en la que abundaron las contradicciones y las rectificaciones en el seno de su Gobierno –por no hablar del forzado debate sobre su tesis doctoral–. Y que su propuesta de reforma le devuelve la iniciativa y le ayuda a pasar página.
Más allá de este análisis coyuntural caben otros. En España hay 230.000 aforados, 17.603 de ellos en instituciones estatales y autonómicas. Es una cifra muy superior a la de otros países europeos. Ser aforado significa para un cargo público o determinado profesional (miembro de las fuerzas de seguridad, por ejemplo) que es imputado por un delito podrá ser juzgado por un tribunal distinto al ordinario. Y si bien es cierto que cuando se redactó la Constitución tenía sentido proteger a los cargos públicos de ataques espurios, también lo es que alguno confundió aforamiento e impunidad.
Otro dato relevante es que la Constitución española, que este año cumplirá cuarenta años, ha sido modificada sólo dos veces –1992 y 2011–, y en ambas a instancias de la Unión Europea: la primera, para adecuar nuestra legislación al tratado de Maastricht en lo relativo a los derechos electorales de los residentes extranjeros; y, la segunda, para garantizar la estabilidad presupuestaria por delante del gasto social. En suma, España ha retocado muy poco su Constitución. Menos aún si nos comparamos con Alemania, donde se ha puesto al día sesenta veces desde su promulgación en 1948.
En líneas generales, creemos que eliminar los aforamientos, o al menos su mayoría, es una medida de regeneración democrática. Ha gozado o goza del respaldo de casi todos los grupos. Podemos se mostró ayer muy favorable y pidió que el cambio no se limitara a los aforamientos. Ciudadanos preveía presentar hoy una iniciativa en esta línea en el Congreso de los Diputados. Incluso el Partido Popular, siendo ministro de Justicia Alberto Ruiz-Gallardón, quiso acabar con los aforados.
Otra cosa es que Pablo Casado, actual líder popular, asuma ahora sin reservas la propuesta, que políticamente le favorece poco. Porque pende sobre su cabeza la espada de Damocles del Tribunal Supremo en el caso del máster que obtuvo de la Universidad Rey Juan Carlos. Si progresara la reforma constitucional, Casado podría perder su aforamiento. Y si se opone a este retoque de la Carta Magna –los votos del PP son imprescindibles para el éxito de la operación–, Casado podría ser señalado como un político que actúa en función de sus intereses particulares. Quizás por ello Teodoro García, secretario general del PP, ya corrió ayer su propia e inexacta cortina de humo al decir que la iniciativa socialista revelaba un supuesto “pacto oculto con los nacionalistas catalanes para que no sea el Supremo el que juzgue a Torra [quien, dicho sea de paso, de momento no está procesado], a Puigdemont y a los golpistas”.