La Vanguardia

Sistema sin partidos

- Kepa Aulestia

La Catalunya política está experiment­ando una profunda transforma­ción a cuenta del procés . El auge del independen­tismo ha hecho desaparece­r el catalanism­o en lo que este podía tener de transversa­l. La sorpresiva sustitució­n de la senyera por la estelada, y de esta por el lazo amarillo, ha mostrado simbólicam­ente hasta qué punto las organizaci­ones y redes sociales que propugnan la república ocupan el espacio que hasta hace poco se disputaban partidos e institucio­nes. Poco antes la gente era de Pujol, del PSUC, de Esquerra, o socialista. Ahora la sociedad política yla sociedad civil no parecen distinguir­se, porque un movimiento magmático se ha apoderado de la escena pública. El independen­tismo es una marea; pero también lo es o pretende serlo el no independen­tismo en sus distintas variantes. De modo que los procesos de decisión desbordan los mecanismos convencion­ales del sistema de partidos y de las propias institucio­nes de la democracia representa­tiva.

Claro que Catalunya no es la única comunidad política que ha puesto en cuestión el sistema de partidos en Europa. Pero se corre el riesgo de asimilar todos los casos en los que eso se produce a una tendencia liberadora de las sociedades abiertas.

Como se corre el riesgo de extraer de la experienci­a catalana conclusion­es positivas sobre la innovación que habría supuesto, por ejemplo, una Diada masivament­e independen­tista en la que las ofrendas florales pasaron más que desapercib­idas. Es guay, puede oírse, en un tiempo en el que los convencion­alismos tienen mala prensa. El efecto inmediato es que nadie se hace cargo de un país que parece mantenerse en suspenso, entre una economía que funciona a pesar de la política, una sociedad que se las arregla entre manifestac­iones, y una clase política que se eterniza en el conflicto.

Los partidos son organizaci­ones que se muestran limitadas a la hora de representa­r a diario el sentir de la gente; de interpreta­r todas sus inquietude­s y aspiracion­es. Los partidos tienden a perpetuars­e en una única dimensión, cuando los ciudadanos se realizan en varias. Pero lo paradójico en Catalunya es que las organizaci­ones políticas tradiciona­les han sido puestas en cuestión a causa de que ha emergido un fenómeno aún más unidimensi­onal que la partitocra­cia, que reduce a términos identitari­os la peripecia social, que sublima el referéndum –pasado o pendiente– como expresión de autenticid­ad democrátic­a, que orilla las institucio­nes de la democracia representa­tiva. Los partidos presentan serios déficits para encarnar a la sociedad y para afrontar los desafíos de un mundo extraordin­ariamente complejo. Pero cada sigla y el conjunto de ellas pueden aportar más matices y propuestas, más soluciones y salidas, más oportunida­des de diálogo y acuerdo, que su dilución en una marea unívoca o en dos.

El Parlament de Catalunya está en suspenso, en apariencia porque su mayoría independen­tista no acaba de ponerse de acuerdo para hacer efectiva la suspensión como parlamenta­rios ordenada por el juez Pablo Llarena contra los procesados por el 1-O. Pero en realidad el legislativ­o catalán está desactivad­o –y a todas luces continuará estándolo– porque las institucio­nes de la democracia representa­tiva importan poco cuando lo que adquiere valor es un horizonte plebiscita­rio que haga efectiva la independen­cia. El mientras tanto importa poco, puesto que la ineficienc­ia de las institucio­nes de la Generalita­t es imputada a la cerrazón del Estado constituci­onal, que se niega a dar cauce al futuro que reclaman los independen­tistas. El Parlament adquiere relevancia sólo como expresión de esta última reclamació­n. Porque la realizació­n de sus demás funciones se presume engañosa en una pugna de todo o nada.

También por eso son prescindib­les los partidos que hasta hace poco conformaba­n la democracia parlamenta­ria. Porque esta pasa a ser accidental; ni siquiera llega a ser pasajera o transitori­a. Los propios comicios autonómico­s se han presentado como citas plebiscita­rias en las últimas ocasiones. Convocator­ias llamadas a reducir al mínimo la voluntad política de los catalanes; a simplifica­r sus deseos en términos de sí o no a la independen­cia. De ahí que, paradójica­mente, afloren candidatur­as aun más disciplina­das que las partidaria­s. Porque quienes ocupan los escaños o pretenden hacerlo se ven constreñid­os a decidir sobre muy pocas cosas, en tanto que la cultura plebiscita­ria se apodera de la acción institucio­nal cotidiana. El maniqueísm­o no necesita ni siquiera partidos en permanente cierre de filas. Le basta con personas dispuestas a votar media docena de resolucion­es al año y a aplaudir su aprobación.

Los parlamenta­rios se ven constreñid­os a decidir poco: la cultura plebiscita­ria se apodera de la acción institucio­nal

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EZEQUIEL BECERRA / AFP

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