La fiesta
No hay nada más intensamente humano que una ciudad vestida de fiesta. Seguramente Rousseau tenía razón cuando aseguraba que las ciudades son el abismo por donde rueda el alma humana, y es evidente que las urbes modernas esconden oscuridad, confusión, miedo. Al fin y al cabo, no hay soledad más desgarradora que la vivida entre multitudes. “Ciudad grande, soledad grande”, que diría Estrabón.
Pero a pesar del romanticismo de los paisajes salvajes libres de huella humana –de los que soy una amante impenitente–, confieso mi fascinación por estas cartografías esculpidas en siglos de arquitectura y de urbanismo, telarañas de enorme complejidad donde miles de personas encuentran un espacio propio, mientras aprenden a compartirlo. Si, además, el urbanismo que las ha forjado se ha conciliado con una arquitectura atrevida, y, tras las plazas y las calles, han sobrevivido los rincones insólitos, los espacios que desmienten el orden, el caos inesperado, entonces son caminos de historia y memoria, que nos atan a todos los tiempos vividos. Hay ciudades que están hechas de añicos de muchas almas y Barcelona es una de las más intensas que conozco. La ciudad y su latido,
En la fiesta, las ciudades se visten de gala, traspasadas por el alud de humanidad que las excede
la música de la vida compartida.
Pero es en la fiesta, cuando las ciudades se visten de gala y renace el rostro, traspasadas por el alud de humanidad que las excede. Es entonces, cuando el calendario se trastoca, el asfalto florece y el gentío inunda las calles, cuando la piel de las ciudades se eriza, como si fuera un escalofrío. Y en Barcelona, tan llena de ciudades dentro de la ciudad, el escalofrío se convierte en un nervio pinzado, un hilo eléctrico que nos espolea al espíritu y nos hace salir, perdernos, pasear, bailar, dejarse ir, tal vez amar. Aquello de Serrat...“mil perfumes y mil colores, mil caras tiene Barcelona”, y todas altivas y bellas en su fiesta mayor.
Por supuesto, como siempre, habrá de todo en la Mercè, programas de altura y otros de retorno, y con ellos, gente satisfecha por los espectáculos y gente avara con los elogios, a la vez que siempre es posible que, en la guarida de la política, se alienten críticas y enfados. Afortunadamente, la ingente variedad de actuaciones y propuestas permite todas las miradas. Pero más allá del programa de cada año, la fiesta tiene vida propia, ajena a las contingencias y a sus protagonistas, porque la fiesta mayor no depende de un programa o de otro, sino del instinto festivo de la misma ciudad, ansiosa de desbordar las calles y las plazas: la ciudad lunática e indescifrable, tal como la definía Gabriel García Márquez.
Gaudí aseguraba que aquellos que tenemos ciudades bañadas por el Mediterráneo sentimos la belleza con más intensidad. Yo añadiría, además, que vivimos con más intensidad la fiesta, tal vez porque el mar permite los horizontes lejanos, allí donde habitan las emociones y los sueños.
Que sea una Mercè magnífica.