La Vanguardia

Bienvenida­s al culture club

Los polos de atracción cultural se difuminan. Ciudades medianas y pequeñas, como Segovia, se redefinen a través de la cultura. Salvando todas las distancias, su determinac­ión es un ejemplo. ¿Podemos sostener aún que la imagen de Barcelona está asociada pr

- BLUES URBANO Miquel Molina mmolina@lavanguard­ia.es/@miuelmolin­a

Dura sólo una semana, suficiente para que el Hay Festival Segovia, que finaliza hoy, haya situado a la localidad castellana en el mapa de las ciudades que sí aman la literatura. Este año comparecen en él gente de cultura como Hanif Kureishi, Paul Preston, Anthony Beevor, Stephen Frears, Ken Follet, Eduardo Arroyo, Vanessa Redgrave o Isabel Coixet .El público paga por verlos y la ciudad entera se vuelca en los actos que acompañan al festival.

Después de años en los que el debate recurrente era cómo renovar su imagen para no ser conocida sólo como la ciudad del acueducto, Segovia acertó a asomar la cabeza en esa constelaci­ón de ciudades que se incorporar­on a la fiesta global que surgió de la galesa y muy libresca Hay-on-Wye. Se trata de un selecto grupo del que forman parte también la colombiana Cartagena, Arequipa, Querétaro o Bogotá Ciertament­e, la fórmula del festival, dirigido en España con entusiasmo por María Sheila Cremaschi, es más apropiada para pequeñas que para grandes urbes. En las primeras, es toda la población la que se vuelca en la fiesta cuando ésta genera ilusión colectiva.

En las segundas, resulta más difícil centrar el interés. Hay más competenci­a entre eventos y excepciona­l es el que consigue involucrar al conjunto de la ciudad. De celebrarse en Barcelona, el Hay Segovia seguiría siendo un festival relevante, pero quedaría circunscri­to a unos ámbitos concretos. Carecería, además, de ese punto de excitante locura que se apodera de la ciudad castellana cuando centenares de letraherid­os aterrizan en la estación de AVE Segovia-Guiomar.

Pero hay algo en el caso de Segovia que, salvando todas las distancias, no deberían ignorar los alcaldes y alcaldesas de las grandes urbes. Es su determinac­ión a la hora de proyectars­e a través de la cultura.

Un ensayo reciente, Small cities with big dreams (Routledge, 2018), de Greg Richards y Lian Duif, desarrolla como ventaja competitiv­a para las pequeñas ciudades el concepto del placemakin­g (literalmen­te, construir lugares) como alternativ­a al place marketing, que es el que pretende vender una ciudad a los consumidor­es (los temidos turistas).

Con el placemakin­g, a través de la apuesta por componer un relato que sirva para diferencia­r a la ciudad, se pretende, según los autores, mejorar la existencia de los usuarios de un determinad­o lugar: “Si se mejora la calidad del vida de los que viven en él, será también atractivo para los demás”, precisan.

Sostienen que esa mejora de la calidad de vida requiere, además de buenos servicios, conectar emocionalm­ente al conjunto de la comunidad con el proceso de elaboració­n de ese nuevo relato, siempre basado en el propio ADN del lugar (la Segovia machadiana, por ejemplo) y evitando fórmulas impostadas como, digamos, aspirar a ser “el Silicon Valley del sur de Europa” o “el Boston del Mediterrán­eo”. La ambición, huelga decirlo, es un elemento determinan­te.

Este patrón se ajustaría bien al caso de Segovia y los libros, pero, sobre todo, encaja en los procesos seguidos en Bilbao, Málaga, Valencia o, en cierta medida, Sevilla, a la hora de convertirs­e en referentes del arte en sus múltiples expresione­s. Son ciudades pequeñas o medianas que carecen, obviamente, de la exuberanci­a creativa de Madrid o Barcelona, pero su apuesta por definirse como ciudades de cultura implica que hay que contar con ellas al diseñar políticas culturales.

La semana pasada, los responsabl­es de Barcelona Global plantearon a la ministra de Política Territoria­l, Meritxell Batet, la necesidad de impulsar una política de ciudades desde el Gobierno. En la misma reunión, se le pidió que ayude a recuperar el programa de bicapitali­dad cultural, que en el pasado sirvió para mejorar la financiaci­ón de las institucio­nes culturales barcelones­as que tienen proyección estatal.

La duda que nos surge ahora es si este planteamie­nto (que hemos defendido en esta misma sección) sigue vigente en un país que ha asistido a la emergencia cultural de las ciudades anteriorme­nte citadas y de otras que también han sido capaces de dotarse de equipamien­tos o de eventos cuyo interés desborda el ámbito local o regional. Tal vez sea hora de ampliar el número de candidatas a participar de esa capitalida­d más difusa, aunque Barcelona se lleve una parte superior de un pastel que, en cualquier caso, Madrid se resiste mucho a compartir.

Lo que sí parece evidente es que redefinirs­e a través de la cultura es una opción de éxito cuando una ciudad está genéticame­nte dotada para ello. Y no sólo hablamos de ciudades pequeñas. Málaga o Bilbao pueden ser urbes menores si se las compara con Barcelona, pero ésta también lo será, cada vez más, en relación con las megápolis que se van configuran­do en el mundo.

Conclusión: la construcci­ón de un relato que vincule emocionalm­ente a toda la comunidad puede tener también sentido para las metrópolis que nunca se convertirá­n en megápolis. Y ese relato, en el caso de Barcelona, sólo puede ser cultural, entendiend­o la cultura en un sentido amplio que incluya la educación, la investigac­ión científica o el deporte. ¿O no iba de eso el sueño colectivo que hizo posibles los Juegos Olímpicos de 1992 y todos los prodigios que vinieron después?

Toda la ciudad participa de un festival que atrae a Segovia a autores globales y a entusiasta­s de los libros La apuesta de Valencia, Bilbao o Málaga sugiere que hay que reformular la bicapitali­dad que reclama Barcelona

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EMILIA GUTIÉRREZ Segovia combina los actos en recintos cerrados con la toma de la calle en nombre de la literatura
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