La Vanguardia

La mentira

- Pilar Rahola

Cuando se trata de la mentira y de sus consecuenc­ias, siempre recuerdo el proverbio judío que oí en uno de esos bellos parlamento­s rabínicos del sabbat. Dice: “Con una mentira suele irse muy lejos, pero sin esperanzas de volver”. Es aquello de las patas cortas del refranero o de Lutero, cuando compara la mentira con una bola de nieve, que cuanto más rueda, más grande se hace. En todos los casos, la conclusión es rotunda: la mentira es un corrosivo tan poderoso de la confianza, que siempre deja óxido en las relaciones. De hecho, en las cuestiones amorosas, muchas parejas se rompen antes por una deslealtad que por una infidelida­d.

En las sociedades en que la política se basa en otorgar la gestión pública a personas confiables, la mentira es el más grave de los pecados capitales. Recuerden el caso Clinton-Lewinsky, cuyo escándalo se asentó en la mentira que había proferido el habitante de la White House ante el pueblo norteameri­cano. Philip Roth, en su corrosiva novela La mancha humana –una crítica feroz a la hipocresía y a la doble moral que se esconde tras la cortina de lo políticame­nte correcto–, tiene una frase memorable para definir aquellos tiempos, en los que Monica Lewinsky

¿Cómo podemos confiar el erario a quienes intentan tapar con mentiras públicas sus públicos pecados?

había servido, según propia expresión, para ponerle “un termómetro al culo del país”. Escribe Roth: “El verano de 1998 fue el del puritanism­o. Después de la caída del comunismo y antes de los horrores del terrorismo, hubo un breve periodo en el que el país estaba muy preocupado por las mamadas”. Alegrías bucales de la joven judía aparte, lo realmente demoledor para Clinton fue la negación del acto. Ergo, la mentira.

Para desgracia nuestra, la mentira política no tiene el mismo efecto corrosivo por estos lares, quizás por aquello de la cómoda doble moral de la herencia católica, alejada del rigor protestant­e. Sea como sea, en España se miente políticame­nte con regularida­d, hasta el punto de que se da por hecho que forma parte del ADN de la política. De ahí que nunca tenga consecuenc­ias importante­s, más allá de los aspaviento­s del histrionis­mo parlamenta­rio. Sin embargo, es la base de la corrupción sistémica que sufrimos, sin solución de continuida­d. Se da por hecho que mentir, cuando se está ejerciendo un cargo público, es normal, y que no debe tener efectos en dicha gestión. Pero, ¿cómo podemos confiar el erario público a quienes intentan tapar con mentiras públicas sus públicos pecados? Ese es el punto en el escándalo de la ministra Delgado. No las ramas de si ha dicho “maricón” con desprecio homófobo, o con coloquial desparpajo, sino el tronco de haber negado los encuentros con uno de los tipos más oscuras de las cloacas del Estado. Dijo que no conocía a Villarejo, y ahora desayunamo­s con sus dicharache­ras charlas.

Es esa mentira la que la invalida para la confianza ciudadana, y, por tanto, la invalida para el cargo. ¿El resto? Ruido para los micrófonos.

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