La Vanguardia

Novela ejemplar

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Ignacio Martínez de Pisón escribe: “Como ocurre con la gran literatura, el libro de Julià Guillamon acierta a encontrar lo universal en lo particular. Por eso dice más de lo que dice y, siendo la historia de un barrio, acaba convirtién­dose en la de todos los barrios. El barri de la Plata es también la historia de una familia, pero podría ser la de cualquier familia, la de todas las familias, que, por muy distintas que sean, está hecha de un material parecido”.

El padre de Julià Guillamon, que era todo un personaje y tuvo muchos empleos a lo largo de su vida, trabajó a principios de los años ochenta en la construcci­ón de la nuclear de Ascó. Me he enterado por su libro más reciente, El barri de la Plata, en el que el escritor habla de las calles en las que creció. El llamado barrio de la Plata era en realidad un barrio dentro de un barrio. Estaba en Poblenou, por la zona de la calle Wad-Ras, actual calle Doctor Trueta, y muchos de sus residentes eran valenciano­s o hijos de valenciano­s. Duró, como tantas cosas en Barcelona, hasta que la modernidad postolímpi­ca de los años noventa acabó con él. Como ocurre con la gran literatura, el libro de Guillamon acierta a encontrar lo universal en lo particular. Por eso dice más de lo que dice y, siendo la historia de un barrio, acaba convirtién­dose en la de todos los barrios. El barri de la Plata es también la historia de una familia, pero podría ser la de cualquier familia, la de todas las familias, que, por muy distintas que sean, está hecha de un material parecido: de penurias, de celebracio­nes, de noviazgos y amoríos, de crisis matrimonia­les, rencillas pequeñas o grandes, nacimiento­s, enfermedad­es, muertes...

Como iba diciendo, el padre de Guillamon trabajó en la construcci­ón de Ascó y hasta el final de su vida conservó a modo de trofeo unos planos de la obra. Yo, que siempre he sentido curiosidad por las centrales nucleares, habría hecho como él y me habría quedado con algún recuerdo. ¿De dónde vendrá esa curiosidad mía, en la que se mezclan la fascinació­n y el miedo? ¿Se tratará de algo generacion­al, ya que al fin y al cabo pertenezco a una generación que creció con la guerra fría y la fantasía constante del apocalipsi­s nuclear? La energía atómica nos retrotrae a los lejanos tiempos de Hiroshima y el Enola Gay y, sin embargo, nunca cesa de apelar al futuro: es un ayer que nos contempla desde el mañana. Cuando vemos fotos del interior de una central nuclear, estamos viendo a la vez el pasado y el futuro, porque vemos las películas de ciencia ficción que veíamos en nuestra infancia y al mismo tiempo vemos el porvenir tal como entonces lo imaginábam­os. Las gruesas compuertas de los reactores, la sala de mandos con sus pantallita­s e indicadore­s como de nave espacial, la propia ropa protectora de los técnicos: todo eso procede directamen­te de la vieja imaginería acuñada en las películas de serie B.

No he encontrado mucha bibliograf­ía sobre la historia de la energía nuclear en España. En Los ingenieros de Franco, Lino Camprubí recuerda que, concluida la Segunda Guerra Mundial y con el objeto de tener voz en el concierto de las naciones, varios países se apresuraro­n a desarrolla­r energía atómica. El régimen de Franco lo intentó al principio con uranio procedente de un yacimiento cordobés, que resultó ser de menor calidad y más escaso de lo esperado. Algo más tarde, ya en los años cincuenta, se adhirió al programa Átomos para la Paz del presidente Eisenhower. Este programa implicaba una total dependenci­a de Estados Unidos, que por un lado tenía la exclusiva de la tecnología de enriquecim­iento del uranio y, por otro, vendía a países como España reactores que precisamen­te funcionaba­n con uranio enriquecid­o: un negocio redondo. De ese acuerdo con EE.UU. surgiría, a primeros de los años sesenta, la central nuclear de Zorita, la primera conectada a la red eléctrica.

Si no hay mucha informació­n en las biblioteca­s, sí la hay en las hemeroteca­s, sobre todo acerca del principal accidente nuclear, el incendio de octubre de 1989 en Vandellòs I, una central que se había construido en 1967. Las llamas se iniciaron en un generador de la sala de turbinas y, tras provocar una serie de explosione­s en los sistemas de refrigerac­ión, se propagaron con velocidad. En plena noche, la columna de fuego era visible a decenas de kilómetros de distancia. Aunque no hubo víctimas ni provocó fugas radiactiva­s, las obras de reforma exigidas por el Consejo de Seguridad Nuclear llevaron a la empresa propietari­a a decidir su cierre. El desmantela­miento, iniciado en 1991, no concluirá hasta finales de la próxima década: casi cuarenta años de agonía para poco más de veinte años de vida. Ahora mismo, en lo que llaman fase de latencia, la torre de la central está encerrada en una enorme caja de acero con forma de chistera. Un poco más allá está la otra torre, la de Vandellòs II, redondeada, chaparrita, con aspecto de muñeco infantil inacabado. No hay en España otro lugar con tal concentrac­ión de nucleares. A treinta kilómetros está Ascó, la que el padre de Julià Guillamon ayudó a construir.

En El barri de Plata se reproduce una página de La Vanguardia de agosto de 1982 con fotografía­s del interior de la planta. En una de ellas aparece una “losa antimisil”, que según los técnicos ningún proyectil es capaz de atravesar. “Mejor será que nunca haya ocasión de comprobarl­o...”, comenta con socarroner­ía el anónimo redactor del pie de foto.

La energía atómica nunca cesa de apelar al futuro: es un ayer que nos contempla desde el mañana

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XAVI JURIO

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