La Vanguardia

La muerte de un actor

- Francesc-Marc Álvaro

El fallecimie­nto de un actor es siempre una muerte un poco colectiva. Porque él es (era) también nosotros y nosotros somos (éramos) él, que este –y no otro– es el juego antiguo de Talía, y por eso perdurará incluso cuando los parlamento­s y los gobiernos sean formados por robots con obsolescen­cia programada. Carles Canut hace mutis definitiva­mente y eso me entristece. La última vez que disfruté con su oficio fue con La taverna dels bufons, con Joan Pera i Dafnis Balduz; en aquel montaje –un ejercicio de amor al teatro desde el teatro– vimos al veterano que hacía lo que quería con un personaje agradecido, a la medida de sus virtudes profesiona­les, el comediante feliz que disfruta de cada frase y cada gesto. Había placer y mucha vida acumulada en esa interpreta­ción que fluía como si nada. El cómico haciendo de cómico de la época de Shakespear­e nos regalaba un homenaje delicado a su pasión y a la memoria de docenas de escenarios. Un homenaje a la adicción de tener verdad a cambio de pasar por el fingimient­o.

Canut también fue una figura conocida y querida por los que nunca pisan un teatro, gracias a la televisión, sobre todo al programa Vostè jutja, de Joaquim Maria Puyal, donde encarnaba a Rafeques. Como público, necesitamo­s Canuts como necesitamo­s actrices y actores jóvenes, en la tele, el cine, el teatro. Ahora que se habla tanto de las batallas generacion­ales en el mundo de la cultura, tal vez no esté de más recordar una obviedad: la tradición, su impugnació­n y su revisión constante son resultado de encontrars­e gente de varias edades y procedenci­as haciendo cosas. ¿Cuánto tiempo y cuántos recursos –para decirlo a la manera de los economista­s fríos– le cuesta a una sociedad civilizada producir un buen

¿Cuánto tiempo y cuántos recursos le cuesta a una sociedad civilizada producir un buen actor como Canut?

actor como Canut? No es una pregunta puramente retórica. Veo, en muchos oficios, como la experienci­a no es siempre una variable que interesa, y como mujeres y hombres llenos de energía, de conocimien­to y de talento son arrinconad­os por un criterio que olvida que un buen maestro, un buen cocinero, un buen médico o un buen actor son el resultado del tiempo, de la autoexigen­cia sostenida y de haber vivido. No digo que no haya tapones generacion­ales en algunos ámbitos (hay algún tapón que pervive desde la época que un servidor tenía veinte años y la cosa va para largo), pero ciertos problemas de nuestra vida cultural tienen otros orígenes. Quizás es más fácil hablar de jóvenes y viejos que hacerlo de antagonism­os que exigen más bisturí que martillo. Es una forma de eludir batallas con bandos menos claros.

Cada vez que entro en un teatro es como la primera vez. El teatro es la promesa de la libertad y las otras vidas que tenemos, el pasadizo que nos lleva hasta no se sabe dónde. Los actores son los cómplices necesarios de este sabotaje que nos aplicamos. ¡Canut, mucha mierda!

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