Paquito y la impunidad
Dos señoras están hablando de un tal Paquito. “Había que despedirse de Paquito”, comenta una, risueña. Vamos en un tren y estoy a mis cosas, me llegan frases sueltas: “¿Pero ya es seguro que se lo llevan?”, “creo que sí”, “pobre Paquito”, “y creo que la cruz también” “¿y dónde la van a poner, con lo grande que es”. Y entonces caigo. Caída libre. Me doy cuenta de que el tren viene de El Escorial, y estas señoras están regresando de su visita al Valle de los Caídos. Se me hiela la columna vertebral. Las observo. Son simpáticas, mayores, rollizas y bien vestidas. Se pasan unas magdalenas. No están demasiado preocupadas, el tema no les quita el hambre. Mastican y sonríen. La ligereza de su pena me resulta aún más violenta, más imposible. He escuchado un diálogo imposible. Esto no es normal. Estas señoras no saben lo que dicen. ¿Pobre Paquito?, ¿realmente han dicho pobre Paquito, así, a viva voz, entre graciosas y tiernas? Mi cabeza fabrica una imagen en la que les pisoteo la bolsa de magdalenas mientras les pregunto qué parte de nuestra triste historia se han perdido. Si todavía no se han enterado de que su Paquito era un criminal. El máximo responsable de un río de sangre, dolor, podredumbre, atraso, corrupción, oscuridad, terror. Silencio.
Me encojo en el asiento y pienso que estamos acostumbrados a ver cómo la herencia de la impunidad sigue campando a sus anchas. Aquí, la impunidad es cultura. Y las altas instancias que nos representan abandonaron esta condena histórica a su suerte, relegándola al terreno de lo personal. Nuestro pasado reciente arrastra un genocidio que se condena o no, al gusto.
Estas señoras... ¿realmente han dicho pobre Paquito, así, a viva voz, entre graciosas y tiernas?
La justicia de mi país me deja sola con el problema de las magdalenas. Más aún: estas señoras vienen de pasear por un mausoleo que les da la razón. Sus ideas tienen la bendición de una cruz de 150 metros, tan grande que a ver ahora dónde la ponemos. La piedra está de su parte.
Hay días que te dejan sin escapatoria. Porque este tren que he cogido para ir al centro, junto a estas señoras ligeramente apenadas, a mí me lleva a ver un espectáculo que habla de la otra memoria. La memoria de los muertos sin tumba. Esos muertos de los que nadie pudo despedirse, porque no se sabe en qué cuneta están.
En los cinco pisos del El teatro Español no cabe un alfiler. Están agotadas las localidades todos los días. El pan y la sal, escrita por Raúl Quirós y dirigida por Andrés Lima, con un elenco de actrices y actores magistrales, es un retrato del juicio al juez Baltasar Garzón, por intentar investigar los crímenes del franquismo. Lo que sucede entre el patio de butacas y el escenario es un acto político ciudadano. Somos el segundo país del mundo con mayor número de desaparecidos, después de Camboya, concluye Núria Espert. El aplauso se alarga como una especie de llanto.