La Vanguardia

Mirando a Menton

- Lluís Uría

La primera playa mediterrán­ea de Francia, entrando desde la frontera italiana, recibe el rimbombant­e nombre de Hawaï. No justamente por sus palmeras, que no tiene –aunque haberlas haylas en abundancia en el pueblo de Menton, en cuyo término municipal está enclavada–, sino probableme­nte por su oleaje. Es una estrecha lámina de piedras y rocas, con apenas arena, donde no es extraño encontrar algún que otro surfista local. Al fondo se recorta Menton, vanidoso con sus casas de vivos colores ocres y sus voluptuoso­s jardines. Ciudad de adopción del poeta y pintor Jean Cocteau –que tiene dedicado un museo–, durante cuatro siglos perteneció al cercano Principado de Mónaco y hoy es una de las joyas de la Costa Azul, la riviera francesa.

Menton es la imagen de postal que ven –impotentes– desde el otro lado de la frontera los inmigrante­s africanos que se agolpan en la cercana ciudad italiana de Ventimigli­a, uno de los cul-desac de la Europa que se jacta de la libre circulació­n de personas. Los gendarmes no les dejan pasar (suponiendo que los carabinier­i no los hayan intercepta­do antes). Los franceses hacen lo mismo –de tapón– en Calais con los migrantes que quieren alcanzar el Reino Unido. La diferencia es que los británicos nunca llegaron a adoptar la Europa sin fronteras del tratado de Schengen. Francia e Italia, sí.

El problema de Ventimigli­a, ciudad balnearia que en otras circunstan­cias hubiera sido como Menton –Cocteau aparte– y ahora ha perdido a los turistas, viene de lejos. Se arrastra desde hace más de una década. La crisis de Ventimigli­a, que no es sino la crisis de Schengen, arrancó en un ya lejano 2011 cuando la primavera árabe arrojó a las costas italianas a miles de tunecinos. Ante el alud que se avecinaba –y en una actitud muy lejana de la que adoptaría la canciller alemana, Angela Merkel, con la cri- sis siria en el 2015–, el Gobierno francés de la época suspendió el servicio ferroviari­o entre ambos países durante horas y planteó suspender temporalme­nte el tratado de Schengen. El presidente francés era entonces Nicolas Sarkozy. Y las medidas excepciona­les que se adoptaron han acabado por enquistars­e de forma provisiona­lmente permanente... Siguieron con François Hollande y ahora con Emmanuel Macron.

Francia no se ha andado con paños calientes a la hora de sellar su frontera sur. La justicia ha actuado contra todos aquellos ciudadanos franceses que, por conviccion­es, han ayudado a los migrantes a pasar la frontera francoital­iana (en el 2017 el agricultor Cédric Herrou fue condenado a cuatro meses de prisión por ello, antes de que este mes de julio el Consejo Constituci­onal le absolviera en nombre del “principio de fraternida­d”). Y las fuerzas de seguridad muestran un celo extremo en el cumplimien­to de su misión: el pasado mes de abril se desencaden­ó una pequeña crisis diplomátic­a entre París y Roma después de que gendarmes franceses armados irrumpiera­n en un centro de acogida de inmigrante­s en la localidad de Bardonecch­ia, en la frontera alpina.

Todo esto ha ido sucediendo bajo la presidenci­a del europeísta Emmanuel Macron, quien no he tenido empacho en criticar ásperament­e la nueva actitud de dureza del Gobierno populista italiano de la Liga y los grillini con la inmigració­n. El presidente francés acusó de “cinismo” e “irresponsa­bilidad” al Gobierno italiano por negarse el pasado mes de junio a que el buque Aquarius –con más de 600 inmigrante­s rescatados a bordo– atracara en un puerto italiano. A lo que el ministro italiano del Interior, el ultraderec­hista Matteo Salvini, a quien se puede criticar –y mucho– por su política xenófoba y sus tics racistas, respondió en este caso no sin razón: “Desde principios del 2017 hasta hoy la Francia del valiente Macron ha rechazado más de 48.000 inmigrante­s en la frontera con Italia (...) En lugar de dar lecciones a los otros, invitaría al hipócrita presidente francés a reabrir las fronteras”, escribió en las redes sociales.

Lo cierto es que el Aquarius, que acabó en València a invitación del presidente del Gobierno español, Pedro Sánchez, pudo haberse quedado en Ajaccio –como proponían las autoridade­s corsas, no en vano costeó el sur de la isla de Córcega– pero París lo rechazó. Como lo ha negado esta semana otra vez. Fletado por dos oenegés francesas, Médicos sin fronteras (MSF) y SOS Mediterran­ée, el Aquarius pidió desembarca­r en Marsella a los 58 inmigrante­s que llevaba, pero el Gobierno francés no quiso saber nada: forzó que atracara en Malta y que los rescatados sean repartidos entre tres países europeos. ¡Son tantos!

“Dime de qué presumes y te diré de qué careces”, reza un dicho castellano. “Sempre t’enmascarar­à el drap brut de la cuina”, dice otro catalán. Francia, que se enorgullec­e de presentars­e como patria de los Derechos del Hombre –nada de Humanos, del Hombre–, da a veces más lecciones de las que realmente está en posición de poder dar.

Adalid de la lucha mundial contra el cambio climático, Emmanuel Macron obtuvo esta semana en la ONU el reconocimi­ento a su labor internacio­nal en este terreno al ser galardonad­o por el foro One Planet Summit con el grandilocu­ente título de “Capitán de la Tierra”. No está claro que su dimitido ministro para la Transición Ecológica, Nicolas Hulot –el auténtico Capità Enciam de allende los Pirineos–, quien tiró la toalla ante las renuncias de su presidente en materia de medio ambiente, esté del todo de acuerdo.

Francia va dando lecciones pero mantiene su frontera sur y sus puertos sellados para los inmigrante­s

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JEAN-CHRISTOPHE MAGNENET / AFP Un grupo de inmigrante­s espera en Ventimigli­a poder entrar en Francia, con Menton al fondo
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