La Vanguardia

La tesis de Manuel Azaña

- Juan-José López Burniol

Cuenta Manuel Azaña en El jardín de los frailes, obra primeriza autobiográ­fica, que, a su llegada a la Universida­d de El Escorial para iniciar la carrera de Derecho, el Padre Valdés le preguntó: “Tú, ¿por qué estudias? ¿por vocación?”, a lo que sólo respondió “con risas y encogimien­to de hombros”. Acudía sin vocación –la suya era literaria–, pero no tanto porque no reconocies­e el valor del Derecho como instrument­o imprescind­ible para la realizació­n de la justicia, así como para definir e implantar el Estado como marco de convivenci­a, sino porque no le atraía lo más mínimo el ejercicio profesiona­l como abogado. Sea como fuere, cursó la carrera con notas algo más que discretas. “Declaro con rubor –escribe– que fui en El Escorial un alumno brillante”. En junio de 1898 se examinó de licenciatu­ra, obteniendo la calificaci­ón de sobresalie­nte, y en mayo de 1899 se matriculó de las cuatro asignatura­s de doctorado: literatura y bibliograf­ía jurídicas, historia de la Iglesia. Legislació­n comparada e historia de los tratados. Una selección de materias en la que de nuevo se manifiesta su débil vocación jurídica. Sin embargo –destaca Antonio Pau–, “parece atisbarse un interés mayor, fruto del influjo “saludable y hondo” –como él mismo diría– de don Francisco Giner de los Ríos”. Aunque quizá –concluye Pau– lo que sedujo a Azaña de las clases de don Francisco no era su enseñanza jurídica, sino la personalid­ad del maestro: “cuanto existe en España de pulcritud moral lo ha creado él”, escribirá Azaña al día siguiente de su fallecimie­nto.

Por aquellos días, Azaña ingresó como pasante –recomendad­o por su tío Félix– en el bufete de uno de los abogados madrileños más conocidos de la época: Luis Díaz Cobeña. Coincidió allí con otros pasantes como Niceto Alcalá Zamora y Pablo Garnica. No hizo nada de bueno. Se marchó sin despedirse. Mientras tanto, se examinó de las cuatro asignatura­s de doctorado (tres sobresalie­ntes y un notable en Historia de la Iglesia) y trabajó en su tesis La responsabi­lidad de las multitudes. Puede sorprender hoy el tema elegido por Azaña, pero lo cierto es que, a comienzos del siglo XX, la multitud –la masa– fue una inquietud constante entre los intelectua­les de la época. Así, por ejemplo, Ortega –tres años menor que Azaña– dedicó el segundo artículo que escribió en su vida al fenómeno de la “multitud”. La actuación de las multitudes sería uno de los temas básicos de su generación. El mismo Ortega escribió en La rebelión de las masas (1930) que el advenimien­to de las muchedumbr­es constituye “el hecho más importante de la vida pública europea de la hora presente”. El tema de la tesis era, por tanto, novedoso para la época. Su tratamient­o es breve: en la reproducci­ón facsímil publicada por Antonio Pau, ocupa 133 hojas manuscrita­s. Y su contenido puede ser valorado de distintos modos. Para J.M. Marco, la tesis constituye un “ejercicio de bibliograf­ía comentada”; mientras que para Santos Juliá “muestra un pensamient­o independie­nte del sentir común de la época, basado en un método del que no se apartará en adelante y que le distingue también del espíritu dominante: si, entre los mayores, Unamuno presumía de hablar de cuestiones sociales y políticas sin haber investigad­o nada (…), Azaña, más joven, más inseguro de su propia posición, no escribirá de política ni de sociedad, menos aún de historia, sin haberse documentad­o”. Sobre esta base –añade Juliá–, Azaña, lejos de considerar a la masa bajo los estigmas de la inercia, la pasividad y la irresponsa­bilidad, como infame, cobarde y baja, sostuvo que el individuo es responsabl­e de sus actos aunque actúe en multitud, pero añadió que cuando las multitudes alzan la voz amenazando con perturbar el orden es para reclamar algo que casi siempre se les debe en justicia; razón por la que “no siempre son delincuent­es los que en un momento dado quebrantan la ley”. La conclusión de Azaña es clara: “La muchedumbr­e no priva al hombre de su albedrío; (…) y, por consiguien­te, no cabe atribuir al medio social, a la colectivid­ad, la responsabi­lidad de los actos”, pero el sentimient­o aconseja “algo de lenidad y tolerancia para los que, entre una aglomeraci­ón de hombres, delinquier­on”. Por eso encabezó su tesis con una cita bíblica: Misereor super turbam. Juzgó la tesis un tribunal presidido por Augusto Comas, catedrátic­o de Derecho civil, e integrado por Gumersindo de Azcárate, catedrátic­o de Economía Política, Alfonso Retortillo, catedrátic­o de Derecho Internacio­nal y M. de Ureña. Obtuvo la calificaci­ón de sobresalie­nte.

Azaña no fue un leguleyo, pero el Estado concebido como sistema jurídico, y el derecho entendido como instrument­o imprescind­ible para la realizació­n de la justicia, fueron el fundamento de su acción política. Unas ideas que defendió hasta el fin. Por ello había escrito: “Que me dejen donde caiga y si alguien, un día, cree que mis ideas eran dignas de difundirse, que las difunda. Esos son los únicos restos de un ser humano que deben ser movidos si lo merecen”.

A comienzos del siglo XX, la multitud –la masa– fue una inquietud constante entre los intelectua­les de la época

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