La Vanguardia

Olor a orines

- Susana Quadrado

Dice la noticia: “En España hay 8,6 millones de excluidos”. La palabra exclusión es un eufemismo. Si eres un excluido, eres pobre. De este grupo, se explica, más de cuatro millones de excluidos son, además, pobres de solemnidad. Jugamos con las palabras, pero la realidad es tozuda y llama a cada cosa por su nombre. Ocho coma seis millones de personas con nombres y apellidos, con sus dos pulmones, con sus dedos en las manos y en los pies, con sus orejas y, quizás, con una dentadura completa, que, no es que no puedan llegar a fin de mes, es que les cuesta pasar del lunes al martes.

Son los datos del último informe de Cáritas. (...)

Dejo estos tres puntos entre paréntesis para que los lectores cojan aire. Y piensen en ello. (...)

¿Saben qué? Que nadie ha hecho ni caso a esta noticia. Ya la podemos publicar bien grande en el diario, que la gente está por otras historias. Por las miserias privadas de los ministros y sus watsaps, por hacerle la pelota a un crápula como Villarejo, por conmemorar días históricos o por ver quién ataca antes al adversario que viene de París a moverte la silla. No ha habido ministro, diputado, concejal, tertuliano o presentado­r que haya tocado el tema. No lo han hecho ni siquiera a propósito de la revaloriza­ción de las pensiones, y eso que en los 8,6 millones de excluidos hay mujeres, hombres y niños cuyas vidas cuelgan de un hilo: la pensión del abuelo.

Casi un 19% de la población se muere de hambre (y pronto de frío) y no sentimos ni un poco

Nadie ha hecho ni caso a la noticia de que en España hay 8,6 millones de pobres: paseen por el Eixample y los verán

de lástima, ni de culpa, ni nada. Simplement­e, pasamos.

(...)

Cuando paseo por el Eixample veo una gran cantidad de excluidos. Es el segundo o el tercer artículo que escribo sobre esto: la realidad es tozuda, decía. Hay tantos excluidos en Barcelona que casi ya ni los ves, pero sí notas su olor. Algunos duermen entre cartones, otros se sientan en las aceras junto a las parroquias o los supermerca­dos, otros pocos duermen en algún cajero de los que todavía permanecen abiertos. Vas por la calle y los olores se juntan como un clamor continuo, la señal de que todavía están vivos. Parece como si el cuerpo manifieste así su protesta. Montserrat Roig describió el olor del pobre como una mezcla de sudor y madera quemada. Un olor que se agarra a la garganta, sube por los orificios de las fosas nasales y agrede el cerebro. La miseria sin retorno huele a meado. El viernes pasado había nuevos excluidos, en mi barrio. Creo que todavía no eran pobres de solemnidad; pronto. Debían de ser una decena, y rodeaban el contenedor de basuras de un supermerca­do en la calle Casp hacia las nueve de la noche. Estaban allí con carritos o con bolsas, esperando que saliera el encargado con comida caducada o a punto de caducar o bien estropeada. Cuando el chico de la tienda abrió el contenedor para dejar los desechos, todos se lanzaron como buitres, sin pelearse, en un extraño orden. Me quedé hasta que se marcharon sin saber qué hacer: si sacar el móvil para enseñarles a ustedes la escena, si intervenir o si dar media vuelta. Y opté por lo último. Di media vuelta hacia mi torre de marfil, cruzándome con más excluidos y olor a pis. Entonces pensé en la hipocresía de unos políticos que han convertido el hecho de ser pobre en una condena de olvido y vergüenza.

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