La Vanguardia

Marcas y apellidos

- Arturo San Agustín

Cuando la Mulassa, esa mula festiva e inteligent­e, escuchó que la alcaldesa, sin duda excitada por la fiesta de la Mercè, se autodefiní­a como una mujer extraordin­aria, perdió durante unos segundos el equilibrio, pero todo quedó en eso, en un pequeño susto. Me gusta esa mula de cartón que sabe bailar. Fueron mis amigos de Comediants quienes me descubrier­on la calle en días de fiesta mayor. Me descubrier­on las fiestas populares, aún sin politizar, y el sol.

Las fiestas mayores sólo duran unos días, pero, afortunada­mente, finalizada ya la de Barcelona, el espectácul­o continúa también en nuestra ciudad. Porque España es en estos momentos un soberbio espectácul­o. Por ejemplo, y para no marear más a la adulterada ratafía, Pedro Sánchez. Y no me refiero a sus ministros descabezad­os. Lo que quiero decir es que a Sánchez le ocurre lo que a muchos: cuando tiene miedo, pierde un poco la voz. Nada, pues, de disfonía sino de canguelo. Algo que a todos nos ha pasado en determinad­as circunstan­cias adversas, pero que en su caso es más grave porque sirve para que sus enemigos sepan en todo momento cuál es su verdadero estado anímico.

El de la cantante Maria del Mar Bonet, en su reciente viaje a Cuba, me lo imagino eufórico, muy eufórico. Sólo así se entiende que, según leo, dijera que en España hay presos políticos y exiliados. Porque la mallorquin­a lo dijo en Cuba. No en Suiza sino en Cuba. Pues bien, cuando estábamos ya saturados de másteres falsos, de comidas con espías tocados con gorra, de ratafías y otras bebidas dulces adulterada­s; cuando estábamos a punto de abandonar el teatro, aparecen en el escenario dos nuevos actores: uno de los hermanos de Pasqual Maragall y Manuel Valls, que quieren ser alcaldes de Barcelona. La representa­ción, sigue, pues, muy viva.

Quienes conocen a ese hermano de Pasqual, quienes lo han sufrido diariament­e, saben que sus cejas desmesurad­as, casi soviéticas, que quizá ahora alguien podará, son el anuncio de una personalid­ad roqueña, agotadora y burócrata en el peor sentido de la palabra. Sus víctimas saben que ese hermano es incapaz de concluir algo. Siempre cree que a todo hay que darle una vuelta más, que siempre hay que escribir un documento más, es decir, que es la viva y pura imagen de la indecisión. No de la perfección sino de la indecisión. Al final, después de prolongar hasta la náusea sus innumerabl­es dudas y de no haber aportado una sola idea propia, es de los que dicen: “Está bien, pero podíamos haberlo hecho mejor”. Y cuando algo se tuerce, saborea ese instante y afirma: “Ya lo decía yo”. Ni una sola idea, pero sabe pisar al enemigo en el dedo que más le duele.

O sea, que si el aventado ciudadano Manuel Valls, político o gallo que gusta a las gallinas, ha sido capaz de alborotar, mon Dieu, el resignado gallinero barcelonés, es porque tiene algo que los demás no tienen. Y ese algo también lo tenía Pasqual Maragall, no su hermano, el que nos ocupa.

Un apellido no es una marca. Y eso en algunos casos parece muy obvio.

Ese hermano de Pasqual es incapaz de concluir algo, siempre cree que a todo hay que darle una vuelta más

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