La Vanguardia

Principio de dignidad

- José Ignacio González Faus

José Ignacio González Faus escribe: “Si hay alguna aspiración universal, y necesaria para nuestra vida humana personal o social, es la justicia: una justicia plena, ecuánime, no ya reparadora sino hasta creadora. Por otro lado, si hay alguna constataci­ón universal y permanente en nuestra humanidad, es la inevitable imperfecci­ón de nuestra justicia: no sólo por corrupción o sobornos, sino por limitación misma de nuestra condición humana”.

Si hay alguna aspiración universal, y necesaria para nuestra vida humana personal o social, es la justicia: una justicia plena, ecuánime, no ya reparadora sino hasta creadora. Por otro lado, si hay alguna constataci­ón universal y permanente en nuestra humanidad, es la inevitable imperfecci­ón de nuestra justicia: no sólo por corrupción o sobornos, sino por limitación misma de nuestra condición humana: ni somos infalibles, ni tenemos todos los datos, ni podemos recuperar a las víctimas.

Esa inevitable imperfecci­ón de nuestras justicias es uno de los factores que contribuye­n a que el hambre de justicia se convierta muchas veces en sed de venganza. En plena guerra mundial, S. Weil escribía desde Londres: “Hay una sola cosa en la sociedad moderna más horrible que el crimen, y es la justicia represiva. Cada vez que un hombre habla hoy de castigo, de pena, de justicia en sentido punitivo, se trata sólo de la venganza más rastrera”. Creemos que ese turbio regodeo ante el sufrimient­o del otro repara nuestro propio sufrimient­o. Pero no es así: más que restaurarn­os nos envilece. Y si en la injusticia hubo víctimas mortales, tampoco nos las devuelve.

De esta intuición brotó la supresión de la pena de muerte, uno de nuestros grandes pasos positivos hacia la humanidad. El cual nos está diciendo que los aspectos punitivos de nuestras justicias humanas no lo son porque creamos que el dolor del verdugo “hace justicia” a la víctima, sino por la necesidad social de proteger a la sociedad de nuevas injusticia­s y nuevas víctimas.

Ese tremendo desgarro de nuestra condición humana parece sugerir que sólo Dios (si existe) podrá hacer justicia plena. Y se convierte en clamor por que, al menos, exista esa Justicia trascenden­te ya que hemos constatado la imposibili­dad de una justicia perfecta inmanente.

Pero eso tiene un precio importante: no podemos erigirnos en jueces de otras personas. Podemos condenar, y a veces con dureza, las acciones de los otros; por supuesto. Pero nunca sus personas, que siempre se nos escapan. Esta es una de las exigencias más radicales (y más quebrantad­as) de la fe cristiana, ya que el cristianis­mo anuncia y promete esa justicia trascenden­te y plena. Por eso quisiera mostrar algún ejemplo concreto de esa exigencia.

En su Carta a los romanos, Pablo da un buen repaso a una serie de conductas del paganismo que, en lenguaje suyo, “desfiguran la verdad con la injusticia”. Pero, cuando el lector judío quizá está frotándose las manos ante aquel varapalo, Pablo se encara con él y le dice: “Tú eres igual que el pagano, tan condenable como él”. No ya por esas incoherenc­ias tan humanas de que cosas que condenas en él las haces tú también (cosa que presencié un par de veces en la España del aborto ilegal), sino por algo mucho más serio: porque al juzgarle y condenarle a él te pones en el lugar de Dios, único a quien compete el juicio.

Otro ejemplo: visto que Pilar Rahola tuvo el detalle de levantar su voz no creyente en favor de tantos cristianos perseguido­s hoy, echemos una rápida mirada a las primeras persecucio­nes. Cuando la durísima persecució­n de Decio, en aquel clima de temor e insegurida­d, en que ya no sabes si vas a ver a tu mujer o a tu hijo maltratado­s en público o echados a las fieras para diversión de una multitud de locos, hubo al menos en África algunos cristianos que decidieron montar una especie de guerrilla urbana para castigar a los perseguido­res. Otros, sin llegar a tanto, se negaban a que fueran readmitido­s en la Iglesia aquellos que habían apostatado por debilidad y luego querían volver a la comunidad. Surge aquí la voz de san Cipriano, una de las grandes figuras de la época. Se hizo cristiano siendo ya adulto, explica en una carta lo que le costó dejar las costumbres o vicios de su vida anterior, tuvo conflictos con Roma ya de obispo (para que nos parezca más progre). Y, por supuesto, acabó mártir también él. Pues bien: Cipriano se encara con aquellos cristianos decididos a la violencia y les explica: el juicio definitivo lo hará Dios; lo que os toca a vosotros ahora es tener paciencia.

En esa paciencia esperanzad­a, unos imaginarán que Dios descargará violencias infernales sobre aquellos criminales (así rezan algunos salmos cuya dureza sorprende, pero ayuda a percibir la dura experienci­a de un sufrimient­o intenso, injusto y constante). Otros se limitarán a dejar esa justicia en manos de Dios, renunciand­o a imaginar nada y sabiendo que la verdadera justicia no consiste en destruir al criminal sino en reconstrui­rlo. Eso dependerá del nivel humano o el dolor de cada cual. Ahora lo importante es que aquella paciencia impidió que el hambre de justicia se deformara en sed de venganza. Y además, impactó tanto a los mejores paganos, que varios de ellos se hicieron cristianos.

¿Es eso una locura cristiana? La historia de Europa comienza con una “guerra mundial” donde una “ira funesta causó miles de males”. Así arranca la Ilíada que, en su canto 18, lamenta: “Ojalá perezca, tanto en los dioses como en los hombres, esta cólera que provoca en el hombre furor, por razonable que pueda ser. Y que parece más dulce que la miel a la lengua, cuando crece como una humareda en el ánimo humano. También yo he sido puesto en cólera”.

Podemos condenar, y a veces con dureza, las acciones de los otros, por supuesto, pero nunca sus personas

Creemos que ese turbio regodeo ante el sufrimient­o del otro repara nuestro propio sufrimient­o, pero nos envilece

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