La Vanguardia

¡Guardadles la espalda!

- Joana Bonet

En los años de plomo, cuando ETA afinaba su puntería con propios y extraños, el número de escoltas llegó a rozar en Euskadi los 3.000, y hasta 5.500 hubo en toda España, según cifras de la Asociación Española de Escoltas y Profesiona­les de Seguridad (ASES). Llegaban a la simbiosis con aquellos que protegían, discretos aunque con mirada de águila y los pómulos marcados a fuerza de contraer los músculos en señal de alerta. Algunos de sus usuarios, los más laxos, querían imaginarlo­s como esos guardianes de los ricos que acaban haciendo de chico para todo: aún recuerdo cómo dos hombretone­s, custodios de la entonces ministra de Asuntos Exteriores, Ana Palacio, le sacaban a sus perros en el barrio de las Salesas. Los que frenaban insultos y balas trabajaban entre 12 y 15 horas diarias, y cobraban en 1997, el año del asesinato de Miguel Ángel Blanco, alrededor de un millón de pesetas al mes. Un dinero que nadie cuestionab­a, todo era poco cuando se trataba de plantar cara a la amenaza terrorista. Esta encuadraba en su punto de mira a políticos, empresario­s, periodista­s e incluso disidentes de la banda; hubo años en que las víctimas casi llegaron a cien. Después de anunciarse

Los escoltas empezaron a reciclarse, y algunos se propusiero­n asistir a las víctimas de malos tratos

la disolución de ETA , los escoltas empezaron a reciclarse. Y algunos se propusiero­n asistir a las víctimas –mejor dicho, supervivie­ntes– de los malos tratos. En 2016 se creó en Bilbao una asociación sin ánimo de lucro, Edemm, que ofrece guardaespa­ldas a mujeres amenazadas por la violencia machista, y hoy más de cincuenta mujeres vascas cuentan con su protección, según el Departamen­to de Seguridad del Gobierno vasco.

Ya van 26 mujeres y 23 niños asesinados en lo que llevamos de año. La pasada semana escuchábam­os una doliente petición de perdón, la del presidente del Tribunal Superior de Justicia del País Vasco, Juan Luis Ibarra, tras el asesinato de Maguette Mbeugou, quien había pedido una orden de alejamient­o que nunca obtuvo. “Esto es un fracaso de la justicia con mayúsculas”, asumió Ibarra. El primer mea culpa que recuerdo por parte de aquellos que deberían proteger con todos los recursos a quienes son perseguido­s por la sinrazón de un machismo totalizado­r, propietari­o de vidas subrogadas que aniquila a su antojo ante un clima de fatiga social. Con prejuicio y distancia.

A las malas lo sabe Itziar Prats, a quien una magistrada –no es la primera– le cuestionó si su miedo era de verdad o de pacotilla, y le negó la tutela judicial. Sus dos hijas murieron esta semana acuchillad­as por su padre. Que me expliquen por qué ella o cualquiera de las que denunciaro­n amenazas, no han podido tener protección policial en casa y en la calle. Salvar sus vidas y las de sus hijos debería quedar al margen de cuestiones monetarias: ni la sociedad ni el Estado pueden seguir echando cuentas ante una de las lacras más abyectas que destripa un futuro manchado de sangre inocente.

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