El pozo de Barcelona
La aparición de tantos candidatos supuestamente maragallistas ofrece una extraña caricatura de Barcelona, pues en el fondo están comparando la ciudad con aquellos individuos que, incapaces de aceptar el paso del tiempo, entran y salen obsesivamente de la clínica de cirugía estética. La nostalgia del 92 afecta incluso a los problemas de la ciudad, pues son descritos como insólitos, aunque se den en otras muchas ciudades. La suciedad de los barrios céntricos es una característica de ciudades muy turísticas, muy pateadas. Barcelona está sucia por exceso de gente, pero mucho menos que Roma, una de las ciudades más bonitas y pringosas de Europa.
Ciertamente, con los manteros que, dominados por las mafias de la falsificación, compiten deslealmente con los comerciantes machacados a impuestos, la alcaldesa Colau ha sido permisiva. El maternalismo de la alcaldesa permite a estos migrantes una forma de vida que, siendo alegal, es para la ciudad menos peligrosa que dejarlos sin ninguna posibilidad de ganarse la vida. Se puede criticar la permisividad de Colau, pero convendría añadir a la crítica una solución alternativa. Este y tantos otros problemas contemporáneos empiezan en África (bomba demográfica, inestabilidad económica, regímenes poscoloniales incompetentes, estados fallidos, presencia occidental predatoria) y desembocan en Europa. ¿Qué solución hay? ¿La del italiano Salvini?
Aquí todo el mundo critica a los manteros pero, por fortuna, nadie se atreve a cuestionar su dignidad humana. Salvini avala con sus sarcasmos diarios el rechazo a la inmigración: está normalizando la xenofobia en sectores centrales de la sociedad italiana. Esto, de momento, en Barcelona (en Badalona, sí: Albiol) nadie se atreve a propugnarlo. Por eso afirmo que el problema de los manteros, siendo vistoso y problemático, puede ser observado como un mal menor.
Mal menor fue, precisamente, la terapia que impulsó Pasqual Maragall, en unos años en los que la inmigración extracomunitaria comenzaba. La violencia, el tráfico de droga y los problemas sociales que concentra el Raval son preocupantes. Pero son problemas irrisorios en comparación con lo que serían si Maragall no hubiera tenido una de sus intuiciones: esponjar el Raval y fomentar la instalación de grandes centros culturales. Esta política fue criticada por los sectores progresistas que lo acusaban de favorecer la gentrificación y de alterar la vida del barrio. Pero Maragall no embellecía o decoraba: evitaba el mal mayor que estaba a punto de producirse en un barrio tradicionalmente canalla. Con la llegada de inmigrantes, el Raval pudo convertirse en el Harlem del sur de Europa. Sin aquella intervención urbanística y cultural, el Raval sería ahora un fortín de la delincuencia, un gueto inexpugnable, un polvorín descontrolado.
Barcelona ha exprimido el modelo de las grandes celebraciones. El turismo tiende a degradarse. Ha crecido mucho como referente de la biotecnología y la medicina y también como sede de empresas innovadoras, especialmente en el sector de la telefonía. Tendría un horizonte claro si la sociedad catalana fuera tan optimista y constructiva como en los años 80 y 90. Pero ahora los barceloneses están muy divididos. No pueden compartir un mensaje constructivo y unitario. De ahí la fragmentación de la política local. Los barceloneses están divididos socialmente: crecen las desigualdades. Nacionalmente: el pleito insomne entre Catalunya y España (que hoy, 1 de octubre, nos trae los recuerdos más dolorosos). Generacional: precarios e instalados. Por si fuera poco, son muchos los lobbies que pugnan por sacar rendimiento de la ciudad, indiferentes a los costes que dejan. Los sectores turístico e inmobiliario, a menudo en comandita, han alterado el equilibrio de la ciudad. Los problemas que suscitan son menos criticados que los manteros, pero son mucho más profundos y determinantes: el precio de la vivienda, que expulsa a tanta gente; y el peligro del monocultivo turístico (causa segura de declive económico).
A pesar de todo ello, el pesimismo que transmiten los medios y la mayor parte de los políticos no está justificado. Barcelona ha perdido esmalte y encanto, pero sigue siendo una ciudad formidable. Lo más sensato sería que políticos y periodistas hablaran con realismo de los límites y las posibilidades de la ciudad y propugnaran pactos en torno a un mínimo común denominador. Pero esto es imposible.
No es tiempo de esperanza, sino de divisiones: pasaremos meses en campaña añorando el 92 y resolviendo con cuatro eslóganes problemas que no están en manos de la ciudad, ya que responden a la evolución del mundo. Me temo que la batalla de Barcelona sólo conseguirá aumentar el malestar. Un profesor mío solía decir que la crítica es un fusil muy bonito, pero que hay que usarlo con poca frecuencia. Se refería a la crítica literaria, pero vale lo mismo para la crítica urbana. Al no existir una hegemonía clara, todo el mundo dispara y disparará compulsivamente, pensando que la crítica le reforzará. La lluvia de disparos acabará de empujar Barcelona en el pozo de la depresión.
El pesimismo barcelonés que transmiten los medios y la mayor parte de los políticos no está justificado