Determinación indestructible
Los ojos que veían esa violencia segregaban una mezcla de miedo con rabia y amasaban una determinación indestructible
El uno de octubre del diecisiete en Horta llovía. A las cuatro de la madrugada el chaparrón retumbaba en la enorme cubierta metálica que protege el acceso de la escuela Torrent de Can Carabassa, en la calle Llobregós. El ampa había organizado muchas actividades la tarde anterior, que se fueron alargando. A la una de la madrugada una reportera de la RAI pudo comprobar como se organizaba la gente que no se pensaba mover de allí. A las cuatro, mientras la lluvia percutía sobre la cubierta, empezó a llegar más gente. Vecinos a quienes nunca antes había visto y vecinas con quienes me cruzo cada mañana. Todos traían alimentos y bebida. Leche, galletas, coca, de todo. A las cinco ya no se cabía bajo la cubierta y los paraguas empezaron a formar unos anillos saturnales alrededor de la escuela. A las siete, la llegada de las urnas transformó el bullicio matinal en un silencio extrañamente líquido. Sólo se oía la lluvia y la saliva que nos tragábamos para no gritar. Hicimos un pasillo, las vimos entrar y comprobamos que faltaba gente para constituir las mesas. Un montón de voluntarios, armados con tabletas y ordenadores portátiles, resolvieron el problema. El trasiego (y tráfico) de códigos fue constante. Las conexiones se establecían, se cortaban y se restablecían, pero las colas iniciaron la procesión sin retraso y las urnas se fueron llenando.
Pronto nos llegaron las primeras imágenes de la violencia policial. Corrían de móvil en móvil. Un grupo de observadores internacionales no se lo creía. Todos los ojos que veían esa violencia segregaban una mezcla de miedo y rabia con que amasaban una determinación indestructible. También llegaban noticias de proximidad, de los otros colegios electorales del barrio. Los golpes en el Mare Nostrum o la EOI de Vall d’Hebron, el tenso sitio al Fedac de la calle Campoamor, el blindaje del centro cívico Matas i Ramis. Los piolines venían y no venían, en una versión policíaca del cuento de Pedro y el lobo que nos hizo esconder y recuperar urnas de papeleras, armarios y el hueco de un ascensor. El miedo se transmitía. Algunos se llevaban a los niños y otros se fortificaban. Y, mientras tanto, no dejábamos de acoger a votantes de otros colegios (al final de la jornada rozamos los diez mil votos) y establecíamos sistemas alternativos para ir entrando los votos con fluidez. Los votantes ancianos generaban pasillos espontáneos que provocaban grandes ovaciones. Había gente mayor que hablaba de cosas que llevaba dentro desde hacía décadas. La memoria. A pocos metros del colegio, la casa que Rovira i Virgili dejó atrás cuando se exilió hervía de actividad. Llegaban noticias de colegios que cerraban antes de hora y tal vez por eso no dejamos de recibir electores hasta el último minuto. El recuento se alargó. A las diez de la noche, tras festejar los resultados cantados desde una ventana, no nos queríamos ir a casa. Nos sentíamos custodios de una voluntad colectiva.