Razones para una nueva ley universitaria
En este trepidante cambio de época al que asistimos, el porvenir de la ciudadanía pasa por invertir más en educación superior para conseguir una economía más competitiva basada en el talento humano y el capital tecnológico. Sólo así alcanzaremos una sociedad más justa, más igualitaria, con más empleo cualificado y estable y con mayor conciencia medioambiental.
Esta realidad nos obliga a concebir la universidad como una gran inversión de futuro y no como un gasto de presente. Si queremos que sea dinamizadora del crecimiento económico, el desarrollo social y la vitalidad cultural, no podemos invertir en ella un 1,2% de nuestro PIB, mientras la media de la Unión Europea dedica el 1,9%, y la OCDE, el 2,3%. Es verdad que con más dinero no se arregla todo, pero es más cierto aún que sin dinero es muy difícil avanzar al ritmo de las demás naciones.
Nuestro país ha atravesado una delicadísima situación económica a cuyo rescate teníamos la obligación de acudir todos. Pero no debería haber sido a costa de la financiación pública universitaria. En un mundo de progresivo dominio de la economía del conocimiento, parece poco razonable no apoyarse en el talento que la universidad ofrece, como han hecho los países más avanzados para salir de la crisis económica.
Debemos abastecer de energía permanente a esa gran estructura de Estado llamada universidad para que marque el camino en cuanto a innovación científica, tecnológica y social se refiere. De lo contrario, las próximas generaciones serán más pobres, y nuestro país tendrá mayores desigualdades y menos cohesión social, lo que nos podría conducir a una mayor inestabilidad política por desconfianza en las instituciones.
Atender a la universidad es una urgencia. Y de ello debemos ocuparnos tanto los universitarios, estando abiertos a la renovación y al cambio, como la sociedad, apoyando y utilizando más y mejor a la institución. Pero nuestros representantes políticos también tienen la responsabilidad de dedicar una atención prioritaria a la Academia. Ellos son quienes legislan la res publica y ellos son quienes deben situar a la universidad en el frontispicio de sus actuaciones.
Hay cuestiones que no pueden esperar, como fomentar la equidad social disminuyendo el precio de las matrículas y aumentando el número de ayudas, acabar con la precarización laboral, renovar las plantillas, incrementar la financiación, dotar de más recursos y menos burocracia a la investigación y agilizar la gestión universitaria. Por otra parte, necesitamos afrontar el futuro mediante una nueva ley de Universidades que sustituya a la del 2001. Varias son las razones.
La primera es que, desde la última reforma del 2007, se ha producido un cambio de época en la sociedad que ha afectado a todos los órdenes de la vida económica, social y cultural. Para que la universidad continúe contribuyendo al bienestar social, debe tener un marco legal adecuado a las nuevas realidades. Un marco que le proporcione recursos y estabilidad.
La segunda razón radica en que la actual legislación limita considerablemente la autonomía universitaria en aspectos clave como la financiación, la organización funcional, las cuestiones académicas y las políticas de personal. Debemos repensar cómo se gobierna la universidad para evitar conflictos de legitimidades internas, aumentar las relaciones con la sociedad y asegurar una buena rendición de cuentas. Y para ello debemos conceder mayor libertad a cada universidad para su propia organización, sin dejar de tener por ello un marco legislativo conjunto para continuar siendo un sistema universitario armónico y de calidad.
Y existe, por último, una tercera razón: debemos organizar mejor las relaciones entre la universidad, los poderes públicos y los agentes económicos y sociales para que pueda servir más adecuadamente a los intereses de la ciudadanía.
Una nueva ley general de Universidades debe fijar un objetivo final compartido: dotar a la universidad de instrumentos para que siga contribuyendo al beneficio de los ciudadanos en un mundo que muta a una gran velocidad. Y en la elaboración de la misma deben participar todos los agentes sociales. Pero, en última instancia, son nuestros representantes políticos quienes, ejerciendo la soberanía popular, han de elaborar y aprobar dicha ley mediante un gran consenso político y parlamentario.
Desde la Conferencia de Rectores de Universidades Españolas (CRUE), los rectores y rectoras pedimos a nuestros parlamentarios que tengan presente la importancia de la universidad como motor de progreso social y alcancen un pacto de Estado, respaldado por una amplísima mayoría del Congreso de los Diputados, que apruebe un nuevo ordenamiento universitario para afrontar adecuadamente la imparable mundialización. De lo contrario, perderemos el porvenir. Nuestro ruego y nuestro ofrecimiento es el de colaborar para alcanzar un gran acuerdo social y político en beneficio de la universidad, es decir, a favor del bienestar futuro de la ciudadanía.
La actual legislación limita la autonomía de la universidad de forma considerable en aspectos clave