Dime que jugamos bien aunque sea mentira
Jugar mal pasa factura. Esta debería ser la lacónica conclusión de alguien que, con óptica culé, analizara el partido del sábado. Por suerte, el fútbol no es lacónico sino barroco y parte de su encanto radica en que el antes y el después ocupan más horas que el durante. Según la contabilidad tribal, hemos perdido siete puntos de nueve posibles aplicando un cálculo que da por hecho que los puntos eran nuestros. El problema del juego también afecta a algunos partidos ganados, con una sensación que los diletantes no sabemos definir aunque sí intuyamos porque nos retrotrae a humores que resucitan inconfesables espíritus como el de Rochemback.
El equipo no juega la mayoría de los partidos en campo contrario, abusa de conducir la pelota en aventuras individuales, los laterales comparten la misma sensación de desorden y, al final, se aferran a la intimidación que provoca su currículum, basado en hechos reales. Más cerca de la jam session que de la big band, el Barça sufre demasiado en fases de desconcierto y no recarga sus baterías cuando recupera la coordinación y la sensación de no haber perdido el norte. Hablando de norte: como Messi no fue titular, el equipo no sólo perdió la referencia sino la brújula entera. Más educados en una evidencia de jerarquía que en una idea corporativa de juego, el Barça sufre una erosión que, en función de los resultados, podría acabar siendo una simple decadencia después de una larga transición autoimitativa.
Menos ocasiones. Menos circulación de balón. Menos velocidad. Son demasiado menos en un organismo que ojalá pueda conformarse con el diagnóstico de las dinámicas, una palabra que inventó Pichi Alonso. La afición también tiene sus dinámicas y, el sábado, la desanimadora grada de animación cantó “El escudo no se toca”, con la idea de convertir los partidos en una auditoría anímica del presente. En la jerarquía de preocupaciones, los retoques gráficos del escudo deberían ser irrelevantes, sobre todo si tenemos en cuenta que, desde el punto de liderazgo, inquieta constatar que el elemento más estimulante es Messi, que hasta hace cuatro días vivía en un inaccesible y mineral mutismo. Nos queda el ancestral recurso de la acusación personalizada, que el sábado fue especialmente mezquino con Rakitic y Piqué pero que, aplicando el mismo criterio, podría haber afectado a Dembélé o Coutinho. Recuperamos hábitos de cuando éramos más pobres: aprender a discernir lo que son elementos de justificación de lo que es la franqueza anímica. ¿Cuál es mi estado de ánimo? Si pudiera tumbarme en el diván del doctor Culer le diría que no me gusta cómo juega el equipo, que a menudo me da la impresión que a los jugadores tampoco les gusta, que lo saben, y que aunque hacen lo posible para superar este vértigo autorreferencial, el esfuerzo
El problema del mal juego del Barça también afecta a partidos que se han ganado
no les compensa y prefieren arriesgarse a jugar con el fuego de una incertidumbre que les está robando el privilegio del dominio. Este es un sentimiento que, repito, no es nada dramático y que, por suerte, sufre muchos momentos de dudas, cuando los jugadores demuestran más acierto que el que tuvieron el sábado. Pero ahora salimos del Camp Nou con las manos tibias cuando, hasta hace poco, salíamos con las manos incandescentes de aplaudir hasta el paroxismo. Ah, y hay un factor del que llevamos años hablando pero que, una vez verbalizado, olvidamos: el catastrófico calendario, que crea una distorsión en las recuperaciones, en la cadencia del compromiso y en el entusiasmo. Si nos afecta a nosotros, que sólo tenemos que aplaudir, también debe afectar a los que tienen que jugar.