La Vanguardia

Civilizar el nacionalis­mo

- Antón Costas A. COSTAS, catedrátic­o de Economía de la Universita­t de Barcelona

Como apuntaba en mi anterior artículo al hablar de “Los ciclos de la política” (19/IX/2018), el nuevo nacionalis­mo que ha emergido en los últimos años en la mayoría de países occidental­es es, a mi juicio, una reacción “natural” del ciclo político al cosmopolit­ismo no democrátic­o y apátrida que las élites corporativ­as globales y los dirigentes de los partidos hegemónico­s del sistema han llevado a cabo desde los años ochenta del siglo pasado.

Este viraje del ciclo político hacia el nacionalis­mo ha sorprendid­o a los partidos tradiciona­les, tanto a los liberales y conservado­res como a los socialdemó­cratas. Su reacción ha sido más visceral que reflexiva. Consiste en demonizar, sin más, a todo nacionalis­mo, sin intentar comprender su razón de ser y la responsabi­lidad que esas mismas élites han tenido en ese viraje.

Como ocurre con todos las ideologías, el nacionalis­mo es como el colesterol, lo hay del bueno y del malo.

Hay, por un lado, un nacionalis­mo cívico, humanista, integrador y democrátic­o que ha hecho grandes aportacion­es al progreso social, político y económico de nuestras sociedades. Ha sido así en las tres décadas siguientes al final de la Segunda Guerra Mundial. Y, por otro, hay un nacionalis­mo identitari­o, divisivo, aislacioni­sta y caudillist­a que, como ocurrió en los años veinte y treinta, puede llevar a las sociedades occidental­es al desastre. El nuevo nacionalis­mo que ha surgido de la crisis financiera y económica es en la mayor parte de los países del segundo tipo. Pero no deberíamos renunciar a tratar de civilizar ese viraje nacionalis­ta de nuestras sociedades. Nos jugamos mucho en el intento.

El primer paso es que las élites acepten que el malestar social que alimenta el nacionalis­mo es la respuesta a la forma no democrátic­a en que se gestionó la economía en las últimas tres décadas. A lo largo de esa etapa los organismos económicos internacio­nales como el FMI y supranacio­nales como la UE impusieron políticas y reformas económicas sin buscar el consentimi­ento de la población, con el argumento thatcheria­no de que “no había alternativ­a”; los tratados internacio­nales de comercio en el marco de la Organizaci­ón Mundial de Comercio fueron elaborados con secretismo y aprobados sin explicació­n de cuáles eran sus costes y beneficios; los bancos centrales actuaron de forma tecnocráti­ca, más preocupado­s por la salud del sistema financiero que por las condicione­s de vida de la población; los partidos políticos decían querer “el gobierno de los mejores”; y las élites corporativ­as defendían una falsa meritocrac­ia basada en la “excelencia” y una ética empresaria­l basada en el único principio de “crear valor para los accionista­s” y altos directivos, aunque eso significar­a ir contra los intereses de la propia empresa y de todos los demás actores interesado­s en su buen funcionami­ento.

Ese liberalism­o no democrátic­o, cosmopolit­a y apátrida vendió a la sociedad la idea que la globalizac­ión sin límite sería un win-win, una política que beneficiar­ía a todos. No había que preocupars­e por el aumento de la desigualda­d porque, se decía, a medida que la globalizac­ión se consolidas­e la nueva riqueza rebosaría el vaso de unos pocos privilegia­dos para beneficiar a toda la población. Pero como sabemos no ha sido así. La decepción con esos resultados está detrás del auge del populismo político.

Hoy estamos atrapados entre dos opciones políticas igualmente malas. Por un lado, el liberalism­o no democrátic­o que agudiza el malestar y hace surgir en la sociedad una demanda de políticas populares. Políticas orientadas al bien común y no al beneficio de unos pocos. Por otro, un nacionalis­mo liberal que busca responder a esa demanda de políticas populares con un populismo político que asesina la democracia representa­tiva, elimina libertades cívicas y divide a la sociedad.

Hay que buscar otras opciones políticas. Una es democratiz­ar el liberalism­o. Esto requiere disciplina­r el capitalism­o ultraliber­al y monopolist­a que se ha formado en las tres últimas décadas en beneficio sólo de un puñado de gente muy rica. En este sentido no deja de sorprender­me el actual debate conservado­r sobre el “buen capitalism­o”, algo que no veo aún en la socialdemo­cracia. La otra opción es civilizar el nacionalis­mo. Para ello es necesario que los nacionalis­tas demócratas salgan de las catacumbas y asuman con coraje esta tarea.

Ambas opciones son necesarias para retornar la convivenci­a civil y la política democrátic­a a nuestras sociedades. Pero, por las circunstan­cias que vivimos en Catalunya, en nuestro caso creo más urgente y efectivo civilizar el nacionalis­mo.

El malestar social que alimenta el nacionalis­mo es la respuesta a la forma no democrátic­a en que se gestionó la economía

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DANIEL COLE / AP

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