Falcó también investiga en París
Arturo Pérez-Reverte presenta en la ciudad del Sena ‘Sabotaje’, la tercera entrega de su singular espía
El novelista vuelve siempre al lugar del crimen: Arturo Pérez-Reverte –21 años como reportero de guerra y 30 de autor de éxito– recorrió el lunes, en París, los puntos clave por los que discurre Sabotaje, remate a la trilogía Falcó, hoy en librerías. (Falcó y Eva, los dos primeros tomos, suman ya medio millón de ejemplares, sólo en castellano). Señorito jerezano, hábil negociador, guapo y seductor, pero también capaz de matar sin alterarse, con una sola bandera, la de su provecho, Falcó trabaja para los franquistas, con la Guerra Civil “simplemente como tela de fondo de la trilogía”, según el autor.
Entre el hotel Madison, en el que Pérez-Reverte tiene habitación en el tercer piso, hoy, a dos plantas y ochenta años de distancia de la que ocupa Falcó en Sabotaje, y Les Deux Magots, desde 1873 bar emblemático de la intelectualidad parisina y ahora meca de turistas, el autor reconoce que algunos personajes son avatares: de André Malraux y de la fotógrafa Lee Miller, por ejemplo.
Frente al número 7 de la Rue des Grands Augustins, en cuya segunda planta Picasso pintó el Gernika (y, en la novela, retrató graciosamente a Falcó, quien le correspondió con nocturnidad y alevosía: su bomba casera chamusca la tela y obliga a rehacer el cuadro) revela que dos directores “amigos” quieren filmar la trilogía. Él, por ahora, prefiere que el rostro de Falcó conserve la ambigüedad que solo da la literatura. Esa que al académico le añade oficio cada año, desde que cambió el relato de las guerras contemporáneas en la televisión por un paseo por las napoleónicas y ahora la civil.
Del periodista guardó el hábito de documentarse. Y la facilidad para registrar datos “hasta en el dorso de una factura”. Del novelista, le divierte “imaginar, crear un mundo en el que se moverán mis personajes, minucioso históricamente pero con todas las licencias del género”. En cambio, “escribir es un trabajo. Cada mañana de nueve a tres. Y sólo en mi casa madrileña: necesito silencio. Y mi biblioteca”. En el caso de Sabotaje, “para pedirle consejo a los maestros cuando me atascaba. Somerset Maughan, Graham Greene, ¿qué vuelta le daríais a esta situación?”. Fuera de casa corrige páginas impresas. O deja que las ideas afluyan. Tras un desayuno en Les Deux Magots, en la plaza Saint-Germain-des-Près, donde Falcó habrá bebido ese vaso de leche que sustituye en sus desayunos al café, Pérez-Reverte, trece traducciones al francés y declinaciones en bolsillo, además de dos premios, debe prestarse a la foto con la patrona del legendario café.
Descendiente directa de quien lo adquirió en 1914, lectora, elogia sus Hombres buenos, recreación de otro París, el prerrevolucionario. Este no lo sería menos: “Como en 1937, y como aquellos que se refugiaban aquí con la idea de que había una frontera para el horror, ahora también son numerosos quienes cierran los ojos a la realidad”. Esa en la que “nada es blanco o negro, sino gris, igual que los comportamientos. Y no lo aprendí en los libros, sino en el campo de batalla, donde matar y morir, torturar, son gestos cotidianos. El intelectual se apropia de las batallas y sirve una versión maniquea”.
Sin cometer spoiler, se puede revelar que en Sabotaje Pérez-Reverte se da dos gustazos, vía Falcó: una paliza al avatar de Hemingway (“autor de un gran París era una fiesta, pero fanfarrón insoportable”) y un beso en la boca de Marlene Dietrich. Facilidades de inventar el mundo y negociar épocas con un ordenador.
Eso sí, a Falcó, a quien el almirante, su jefe (un personaje maravilloso para el que el autor se inspiró “en mis propias relaciones con quienes me han mandado”) le cuenta de la misa la mitad, le hacen creer que la República compró el taller de la Rue des Grands Augustins para que Picasso pintara el Gernika.
En realidad, ese segundo piso del llamado Hôtel de Savoie pertenece, como todo el edificio y desde 1925, a la Cámara de Agentes Judiciales. Dora Maar, que vivía a pocos metros, en el 6 de la Rue de Savoie, hizo alquilar el taller a su amante, Picasso, en 1936. La Cámara lo desahució en 1965, precisamente cuando una gran retrospectiva en el Grand Palais celebraba sus 85 años.
Y es que si –República o no– el taller hubiera sido suyo, habría constado en la herencia: el malagueño no se desprendía ni de los billetes de metro.
La ambigüedad del rostro que sólo da la literatura prevale, de momento, sobre la adaptación al cine