¿Así fuimos?
En los días pesimistas, al recordar la muerte prematura de alguien que aún podría estar vivo, me digo: “¡Otro que se está ahorrando una infinidad de chorradas!”. Pongamos a Glenn Gould, que justo un 4 de octubre de 1982 cayó fulminado por un derrame cerebral. El singular intérprete de Bach y Schönberg viviría hoy sus 86 años con algún grado de parkinson o alzheimer o con su síndrome de Asperger evolucionado. O, peor aún, lúcido y comprobando día a día su deterioro senil. Pero, ¡caramba!: no llegó a cumplir ni siquiera los 51.
De hecho, se retiró a los 31 años y aún disfrutó de 20 años de jubilación alejado de los escenarios. Para él, la música era una experiencia extática cuya plenitud sólo puede alcanzarse en la intimidad y el aislamiento. Hereje, se cargó de un plumazo el dogma fundamental de los beatos de la música clásica, los que sólo veneran la música en vivo y sin filtros: Gould no sólo renunció a actuar en directo, sino que editaba su música una y otra vez, controlando obsesivamente la posproducción y divirtiéndose como un loco con ello. Imprevisible, histriónico, controvertido, de Glenn Gould se ha dicho casi todo: las variaciones sobre su personaje son incontables. Si las reducimos a un esquema binario, tendríamos por un lado a un Gould excéntrico, entusiasta, dotado de un talento especial para el humor y de una curiosidad musical insaciable. Por el otro, una versión oscura, parecida a la que Thomas Bernhard nos dejó de él en El malogrado.
Más lectora que melómana, supe por primera vez de Glenn Gould a los 26 años, a través de la novela de Bernhard. El escritor, que nunca conoció personalmente al pianista, hizo del genio canadiense un retrato
Me acuerdo de alguien que murió prematuramente y me digo: “Otro que se ha ahorrado un montón de chorradas”
donde predomina el aspecto atormentado y neurótico de su personalidad. Pero, en realidad, el retrato de Gould era lo de menos en esta historia: lo fundamental era la relación que dos estudiantes de música establecen con la genialidad de un tercer amigo (representado por un Glenn Gould ficticio a quien Bernhard nunca conoció): el narrador, en un gesto de máximo desprecio por su carrera musical, regala su Steinway a la hija del maestro del pueblo, negada para las teclas. Wertheimer se suicida ante la certeza de que nunca podrá alcanzar el talento descomunal de Gould. Ambos tienen mucho talento, pero no son Gould.
En días como hoy me pregunto no sólo si Glenn Gould se sentiría afortunado de no tener que apechugar con el mundo actual: me pregunto también si aún somos capaces de reconocer el talento como lo éramos en el siglo pasado, de dejarnos fascinar y asombrar por el genio y de gozar y sufrir con él... O bien si la omnipresencia de la tecnología y el infantilismo ambiental nos está vacunando contra esta sensación indescriptible que a lo largo de los siglos nos ha provocado la creación artística. Pero eso es sólo, ya digo, en los días pesimistas.