El laberinto venezolano
La llegada al poder de Nicolás Maduro ha provocado en Venezuela un caos económico que puede afectar a toda la región, sembrando un caos que, como explica Richard N. Haass, resulta difícil de solucionar mediante una operación quirúrgica: “La pobreza es generalizada en un país que en algún momento estuvo entre los más ricos de la región y está sentado sobre las reservas petroleras más grandes del mundo. El crimen está en aumento, el sistema de atención médica ha quebrado y el hambre es generalizada”.
El diario The New York Times ha publicado que la Administración de Trump había mantenido reuniones con oficiales militares rebeldes de Venezuela que planeaban derrocar al Gobierno de Maduro. Los responsables de EE.UU. tomaron distancia de la idea; la reacción al artículo fue esencialmente negativa.
Sin duda, existen buenos motivos para oponerse a un golpe en Venezuela respaldado por Estados Unidos. Muchos de quienes probablemente estarían involucrados tendrían mala reputación, dados sus vínculos con el narcotráfico y sus antecedentes de violaciones de los derechos humanos. Un golpe fracasaría casi con certeza, lo que le daría a un Gobierno ya represivo nuevas justificaciones para perseguir a sus opositores.
Otra opción sería una intervención armada liderada por los vecinos de Venezuela. Estan afectados por el flujo de refugiados, que ya asciende a entre 2 y 4 millones y crece a un ritmo de 50.000 a 100.000 personas por mes. Si estos países tomaran la delantera, no tendrían el bagaje político de una operación militar liderada por Estados Unidos. Pero este escenario también se puede descartar, debido al prejuicio regional contra las intervenciones militares y el hecho de que los vecinos de Venezuela carecen de los medios para una intervención. El tamaño de Venezuela es aproximadamente el doble del de Irak, tiene unos 100.000 ciudadanos armados y el país está plagado de oficiales de inteligencia cubanos que colaboran con el régimen. Una intervención no sería tarea fácil.
Los críticos de la intervención están a favor de imponer sanciones adicionales a los altos funcionarios. Esto está garantizado, pero no hay motivos para creer que esta medida sería decisiva, especialmente si se considera que China está ofreciendo cantidades gigantescas de crédito sin ningún tipo de restricción.
El futuro de Venezuela es sombrío. La economía se ha achicado a la mitad en los últimos cinco años; la producción de petróleo ha caído en un porcentaje similar. La infraestructura se desmorona. La inflación se acerca al millón por ciento. La pobreza es generalizada en un país que en algún momento estuvo entre los más ricos de la región y está sentado sobre las reservas petroleras más grandes del mundo. El crimen está en aumento, el sistema de atención médica ha quebrado y el hambre es generalizada.
Maduro, que recientemente obtuvo un segundo mandato de seis años como presidente en lo que la mayoría de los observadores consideraron una elección fraudulenta, ha creado una asamblea constituyente (para sortear a la Asamblea Nacional controlada por la oposición) que está redactando una Constitución que cementaría aún más la dictadura. ¿Cuánto peor tienen que ponerse las cosas en Venezuela antes de que el mundo esté dispuesto a actuar? ¿Cuánta gente debe perder la vida? ¿Cuántos más tienen que convertirse en refugiados?
Para estos interrogantes parece no haber respuestas. Evitarlas se vuelve insostenible. La negación no es una estrategia. Mientras tanto, sin embargo, tenemos certeza al menos sobre tres cuestiones:
Primero, la doctrina Responsabilidad de Proteger (R2P), que la Asamblea General de las Naciones Unidas adoptó de manera unánime en el 2005, en respuesta a la inacción del mundo cuando casi un millón de hombres, mujeres y niños fueron masacrados en Ruanda, está prácticamente extinguida. China y Rusia han dejado de respaldarla después de la intervención occidental en Libia en el 2011, y llegaron a considerarla un pretexto para un cambio de régimen. El mundo no ha hecho mucho más que observar o, peor aún, participar en la destrucción de Siria, donde más de 500.000 personas han perdido la vida. Esta es una gran tragedia, no sólo por razones humanitarias obvias, sino también porque la doctrina R2P introdujo un principio importante: que la soberanía conlleva obligaciones así como derechos, y que cuando no se cumple con estas obligaciones, los gobiernos pierden algunos de sus derechos soberanos. Hace falta un principio de estas características en un mundo donde gran parte de lo que ocurre en el interior de los países afecta los intereses de otros más allá de sus fronteras.
Segundo, los gobiernos están perdiendo la guerra contra el crimen, las bandas y los cárteles. En América Latina vive menos del 10% de la población mundial, pero allí se cometen aproximadamente un tercio de todos los asesinatos. A menos que esto cambie, la mejor gente comprensiblemente se marchará, al igual que la inversión. El crecimiento se desacelerará o directamente desaparecerá. Es un círculo vicioso, no virtuoso. Los gobiernos tendrán que fortalecer las fuerzas policiales y militares. Al mismo tiempo, los países externos que tengan un interés en la región tendrán
América Latina ha evitado las guerras que han plagado otras partes del mundo; esta tregua de la historia ha terminado
que desembolsar asistencia, como se hizo con Colombia en las últimas décadas en pleno desafío armado interior.
Tercero, América Latina necesita reformar los organismos regionales, empezando por la Organización de Estados Americanos, o desarrollar nuevas formas de cooperación regional. El requisito de consenso para tomar una acción es una receta para el titubeo.
Relacionada con los dos últimos puntos está la necesidad de repensar la seguridad de la región. América Latina ha evitado en gran medida la geopolítica y las guerras que han plagado otras partes del mundo. Pero esta tregua de la historia ha terminado. Las amenazas a la estabilidad interna son grandes y en aumento; y, como demuestra Venezuela, cuando se quiebra el orden interno, los flujos de refugiados, las bandas y los cárteles de la droga ponen en riesgo la estabilidad regional. Es hora de que los líderes de la región hagan frente a su entorno de seguridad en rápido deterioro antes de que este los supere.