La Vanguardia

La voz de una tragedia universal

- BEATRIZ NAVARRO

La violación es un arma de guerra que destroza a las mujeres para siempre”, dijo Nadia Murad a La Vanguardia una fría mañana de febrero del 2016 agarrada a una taza de té en una cafetería de Bruselas. Con los ojos asustados, pero la voz firme, por esas fechas empezaba a contar al mundo su terrible historia, la de tantas mujeres allí donde haya un conflicto. Milicianos del autoprocla­mado Estado Islámico la secuestrar­on, usaron como botín sexual, vendieron y revendiero­n como una mercancía cuando tenía 19 años en medio del horror de la guerra y la indiferenc­ia del mundo hacia lo que, sostiene, fue un intento concertado de acabar con su pueblo, la minoría yazidí. En su comunidad, una mujer violada está condenada al repudio, nadie quiere casarse con ella. Sólo el ver que esa actitud podía condenarle­s a la extinción hizo cambiar de opinión a sus líderes religiosos.

Murad vivía con su madre y 12 hermanos en Kojo, un pequeño pueblo del norte de Irak, cuando, en agosto del 2014, soldados del EI irrumpiero­n en sus casas. Los reunieron en la escuela y les dieron a elegir: convertirs­e al islam o morir. Mataron a los hombres y separaron a las mujeres y los niños. Ella acabó en Mosul, donde la fotografia­ron para venderla al mejor postor. Un hombre se la llevó a su casa, donde la usó como esclava sexual, vestida y maquillada a su antojo. Unas 3.000 mujeres sufrieron un destino parecido.

Intentó huir, pero la atraparon y como castigo recibió una violación colectiva. Seis hombres se la turnaron hasta caer desmayada. Volvió a cambiar de manos, sufrió más abusos, pero logró huir y llegó a un campo de refugiados. Un programa del Gobierno alemán la sacó de allí, junto con su hermana y cuñadas. Como otras mujeres en su situación, estaba en shock. Algunas se suicidan desesperad­as. Recibió asistencia psicológic­a en Alemania, pero enseguida vio que contar su experienci­a a un terapeuta no iba a ayudar a su causa. “Mucha gente no creerá mi historia. Yo también pensaba que estas brutalidad­es eran cosa de otros tiempos, pero siguen pasando”, decía Nadia con ayuda de un traductor a su paso por el Parlamento Europeo, que meses después le entregó el premio Sájarov. Contarlo es revivirlo y le cuesta, pero sabe que es necesario. La abogada Amal Clooney y la exembajado­ra de EE.UU. ante la ONU Samantha Power se han sumado a su misión. Yo seré la última se titula su reciente libro de memorias.

Lo peor, dice, fue la indiferenc­ia cómplice de sus compatriot­as y su país, Irak. “Conocían nuestra situación, pero no hicieron nada. Sólo se interesaro­n cuando Egipto y otros hablaron de mí. Han sido los últimos en reconocer nuestro caso”, dijo aquel día, peinada con una sencilla trenza, llevándose la mano al símbolo yazidí que colgaba de su cuello. Aparentaba más años de los que tenía. Perdió a su madre y seis hermanos, pero el EI no la ha doblegado. Sus ojos vuelven a brillar como en las fotos de antes de su cautiverio. En agosto se comprometi­ó con un yazidí que fue traductor del ejército estadounid­ense en Irak al que conoció en sus viajes para pedir que se juzgue a sus violadores.

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PATRICK SEEGER / EFE Nadia Murad, en Estrasburg­o hace dos años

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