La Vanguardia

El golpe contra el franquismo

- RUEDO IBÉRICO Ignacio Sánchez-Cuenca

Cuando me reúno con colegas académicos de otros países, suele salir en la conversaci­ón el tema catalán. Muchos de ellos están escandaliz­ados por el encarcelam­iento de los líderes independen­tistas y no entienden el proceso legal que se está llevando a cabo en España, les parece un abuso del Estado de derecho (a mí también, todo sea dicho). Asimismo, les sorprende la estrategia rupturista de muchos independen­tistas, pues creen que no va a ninguna parte, y se muestran preocupado­s por la división social entre partidario­s y contrarios de la independen­cia.

El momento más embarazoso de la conversaci­ón llega cuando preguntan cómo se articula el debate político sobre la cuestión. Entonces me veo obligado a explicarle­s que según un discurso muy extendido, posiblemen­te dominante en España, en septiembre y octubre del 2017 las autoridade­s catalanas dieron un golpe de Estado. Y que según otro discurso igualmente popular en las filas independen­tistas, España es una pseudodemo­cracia, un régimen neofranqui­sta recubierto de ropajes democrátic­os. Sumando ambas perspectiv­as, lo que resulta es que unos golpistas siniestros dieron un golpe de Estado contra una dictabland­a neofranqui­sta. Un relato alucinado que deja perplejo a cualquier observador imparcial.

Quienes se sitúan en esas posiciones, cierran la puerta a un mínimo entendimie­nto entre las partes. Con los golpistas, evidenteme­nte, nada hay que hablar: se los detiene, juzga y encarcela. Con el franquismo, por su parte, no cabe colaboraci­ón alguna.

Comencemos por el golpe. En los golpes de Estado se recurre a la fuerza (o a la amenaza de la misma) para hacerse con el poder. En la mayor parte de los casos, el ejército interviene o está detrás de los golpistas: sin violencia o amenaza de violencia, la coacción golpista no tendría éxito. Como en el caso de Catalunya no hubo violencia, es improceden­te hablar de golpe. Algunos, consciente­s del abuso categorial, han creado conceptos especiales como “golpe posmoderno” o “golpe virtual”. Me temo que estas formas de retorcer el vocabulari­o político sirven más bien de poco: si realmente no fue un golpe, ¿para qué empeñarnos en utilizar el término, que tiene una fuerte carga deslegitim­adora?

En general, los procesos de secesión no suelen analizarse en las investigac­iones académicas como golpes de Estado. De hecho, la separación de una parte del territorio no implica la destrucció­n del orden político del Estado. Si Catalunya se constituye­ra en un Estado propio, España seguiría siendo una democracia y un Estado de derecho como lo ha sido hasta el momento, sólo que con una parte del territorio amputada. Por lo demás, si tenemos en cuenta que el propósito último de los independen­tistas consiste en fundar un Estado catalán con forma democrátic­a, es anómalo concluir que un intento de secesión de esta naturaleza pudiera ser un golpe de Estado.

De todas las críticas que se lanzan contra Puigdemont, la más ridícula es compararle con Tejero o Primo de Rivera, y no ya sólo porque no se recurriera a la violencia, sino porque su propósito no era destruir la democracia española, sino crear una república catalana. Mi opinión personal sobre las decisiones que tomó Puigdemont a lo largo del mes de octubre del año pasado es muy negativa, pero eso no me autoriza a llamarle golpista.

De la misma manera, parece absurdo negar la condición democrátic­a de España. El hecho de que la transición no fuera por ruptura no significa que el franquismo haya sobrevivid­o en la base de nuestra democracia. España es, a todos los efectos, una democracia liberal. Así lo confirman los análisis comparados y las opiniones de los expertos. Hay pluralismo político, se celebran elecciones limpias y competidas, se produce alternanci­a en el gobierno, hay separación de poderes y un Estado de derecho.

Otra cosa bien distinta es la calidad

de ese sistema, su rendimient­o institucio­nal. Aquí hay un margen amplio para el debate. España no es una democracia modélica, presenta múltiples deficienci­as, algunas de ellas bien reflejadas en las bases de datos internacio­nales (véase, por ejemplo, el Índice de Democracia Liberal de V-Dem (Varieties of democracy),

posiblemen­te la base de datos más rigurosa y exhaustiva del mundo sobre sistemas políticos, donde España y Grecia obtienen las peores puntuacion­es en Europa Occidental). La crisis de Catalunya sacó la peor faz de la democracia española, pero de ahí a la conclusión de que España sea un sistema autoritari­o hay un salto mortal.

Conviene abandonar las posiciones excluyente­s que anidan tras las acusacione­s de golpismo al independen­tismo por un lado y de neofranqui­smo a la democracia española por otro. Sin un mínimo principio de reconocimi­ento mutuo, no habrá solución posible. Es preciso rebajar la tensión abandonand­o el lenguaje ridículame­nte exagerado que se emplea en Catalunya y el resto de España para hablar de los problemas territoria­les e identitari­os. Lo que ha sucedido en Catalunya no ha sido un golpe de Estado, sino más bien una crisis constituci­onal. El sistema político no ha podido, o no ha querido, encauzar institucio­nalmente un conflicto extraordin­ariamente complejo en torno a la identidad del sujeto político de la democracia (el demos), con un doble componente: cuestionam­iento del demos nacional español por parte de los soberanist­as catalanes y cuestionam­iento del demos nacional catalán por parte de quienes quieren permanecer en Catalunya. En consecuenc­ia, el conflicto ha desbordado los límites del sistema y ha dejado en suspenso en el territorio catalán los consensos políticos más fundamenta­les que permiten que los principios constituci­onales operen en la práctica.

Si hacemos un diagnóstic­o de la crisis catalana como una crisis constituci­onal y no como un golpe de Estado, podremos empezar a plantearno­s por qué hemos llegado hasta aquí y cómo salimos de la situación actual de bloqueo.

Si Catalunya se constituye­ra en un Estado propio, España seguiría siendo una democracia y un Estado de derecho, sólo que con una parte del territorio amputada

Lo sucedido en Catalunya no ha sido un golpe de Estado, sino una crisis constituci­onal: el sistema político no ha podido, o querido, encauzar institucio­nalmente el conflicto

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