Es como el aire...
Es la economía, estúpidos” es una frase que se ha convertido en la síntesis de una línea de pensamiento que, especialmente en etapas electorales, pone el acento en la economía como factor determinante para decantar el resultado electoral a favor de una u otra opción política. El crecimiento económico y el reparto equitativo de beneficios y cargas se convierten así en la cuestión fundamental que centra los programas de los partidos. Su origen es conocido. Al iniciarse la campaña de las elecciones presidenciales en 1992, George W. Bush (padre) había alcanzado la cima de su popularidad (un 90% de aceptación) gracias a sus éxitos en política exterior (el fin de la guerra fría y la guerra del Golfo). Así las cosas, el equipo electoral de Bill Clinton puso el acento de su campaña en cuestiones relacionadas con las necesidades ordinarias de la gente, que exigía un cambio urgente, y sintetizó este impulso en una frase –“The economy, stupid”– que se convirtió en el eslogan no oficial de la campaña, modificó la relación de fuerzas y contribuyó decisivamente a la derrota de Bush.
A partir de entonces, esta frase se integró en el acervo cultural estadounidense, y también en el internacional, para destacar la importancia crucial que la economía tiene en la lucha política.
El debate económico tiene, en efecto, una trascendencia capital, pero no un carácter exclusivo ni siempre prioritario. Hay ocasiones, en determinadas coyunturas históricas, en las que por delante del debate sobre el crecimiento económico y el justo reparto de beneficios y cargas, se introduce, silente al comienzo pero imparable y decisivo al fin, otro debate bien distinto. Este fenómeno tiene lugar cuando percibimos claramente que, en nuestra vida social, nos falta algo que, al igual como sucede con el aire que respiramos, sólo captamos su importancia esencial cuando nos falta. Este algo es la seguridad, que exige a su vez la existencia de un orden jurídico establecido por un plan vinculante de convivencia en la justicia (un ordenamiento jurídico amparado e impuesto, en su caso, por un aparato coercitivo). La seguridad es una aspiración natural de toda persona enraizada en su instinto de supervivencia, que se proyecta sobre sí misma y sobre lo que tiene por suyo de acuerdo con dicho orden jurídico. La seguridad no se agota, por tanto, en el orden en las calles que permite pasear sin riesgo de ser asaltado o robado o –como decía Tucídides– “labrar la tierra sin llevar la espada al cinto”. La seguridad va mucho más allá: garantiza la propiedad de nuestros bienes (sin ocupas, por ejemplo, que la perturben), y asegura el buen fin de nuestras transacciones (de forma que se pueda exigir el cumplimiento de los contratos). Todo lo cual reviste, a su vez, una importancia esencial para el desarrollo económico, hasta el punto de que puede decirse que hay progreso económico porque hay mercado, pero que hay mercado porque hay seguridad jurídica. La seguridad es, por consiguiente, la base sobre la que se construye una convivencia civilizada –una civilización–, razón de la que derivan su importancia trascendental y su carácter prioritario. Ahora bien, la seguridad no nos libera de la incertidumbre respecto al futuro (que, a diferencia del riesgo, no es previsible y mensurable). Escribe Robert Skidelsky que una de las ideas más persistentes de Keynes se refiere “a la omnipresencia de la incertidumbre y el papel que esta desempeña” en la vida económica. De lo que se desprende que, si determinantes y graves son los efectos de la incertidumbre, mayores y más destructivas son aún las consecuencias de la falta de seguridad.
Cuando una comunidad humana comienza a percibir un deterioro grave de la seguridad, que suele manifestarse inicialmente por el desorden en las calles pero que no se agota ahí, su reacción es inmediata: pone en primer plano este problema y subordina al mismo cualquier otra cuestión por grave que sea. Así ha sido desde que el mundo es mundo, y ahí se halla la causa de buena parte de las involuciones autoritarias que, con caracteres e intensidad variables, se han sucedido con cadencia inexorable a lo largo de los siglos. Y así sucede también hoy en distintos lugares del mundo donde la involución autoritaria es un hecho innegable, aunque se encubra más de una vez con un formal funcionamiento de las instituciones del Estado de derecho, que crea una apariencia de normalidad democrática. Todos los países y todas las ciudades están sujetos a este sino fatal: cuando la seguridad se erosiona, se convierte en el centro del debate político. De ahí que, si esto sucede, las elecciones dejen de plantearse en clave derecha/izquierda o en cualquier otra, y pasen a centrarse en la seguridad. Cierto es que no están hoy convocadas entre nosotros ningunas elecciones, y también es verdad que hay que contar siempre con la incertidumbre, pero no parece aventurado augurar que las próximas contiendas electorales pueden celebrarse bajo la sensación de que comienza a faltar algo que es como el aire.
La seguridad es la base sobre la que se construye una convivencia civilizada, de ahí su carácter prioritario