La Vanguardia

Trasteros

- Susana Quadrado

Yaquí estamos, dándole cabida a todo lo que dije que iba a ser y no soy. Asomarse al trastero, propio o ajeno, es como subir a deshollina­r la memoria propia. Cualquier cambio vital se salda con una visita al trastero. Lo que jugaste de pequeña, lo que leíste de adolescent­e, los puzles a los que les faltan piezas, las coleccione­s que dejaste a medias, los recuerdos de la familia, los muebles que desprecias­te porque ahora tienes muchas cosas y pocos metros. Todo eso lo acabas abandonand­o en el trastero.

Somos nuestra memoria (les ahorro citar a Borges).

Una equipación completa de esquí que sólo utilizaste un día porque odias esquiar. Esa bicicleta estática a la que ibas a subir cada mañana. Una armadura de una tienda de campaña. Una vajilla de Chillida. Una cubertería entera dentro de su estuche de piel. Maletas pesadas. El televisor en blanco y negro del abuelo. Juguetes antiguos. Todos los vestidos de fiesta, de día y de picnic de tres Nancy. El traje de novia que nunca más te pondrás, ni tú ni nadie. Una montaña de apuntes y de libros de la universida­d repletos de polvo. Pongos, muchos pongos: un cenicero enorme (no fumas), un perro de porcelana (horrible), dos bandejas de sobremesa, todo regalos de alguien querido pero con muy mal gusto. Un montón de cedés sin clasificar, con el disco y la caja desparejad­os. Tu primera grabadora y las carpetas con tus primeros artículos. Pintura de pared de varios colores. Mantas viejas. Sábanas viejas. Bolas,

El negocio de los trasteros vive un boom: ¿por qué nos cuesta tanto deshacerno­s de las cosas viejas?

luces y adornos de Navidad. Estantería­s a medio montar. Muebles medianos y pequeños que ya no encajan en ningún sitio. Sacos de dormir. Paelleros de todos los tamaños, porque siempre que invitas a los amigos a paella te quedas corto. Cursos de inglés por entregas. Cajas y más cajas de novelas, también sin clasificar. Los peluches de cuando las niñas eran bebés. Puede que, ahí deben de andar, la colección inacabada de perfumes de Dior, los botellines de vino de California y Chile, el juego de servilleta­s de punto de cruz, el auténtico muestrario de nudos marineros. Un Scalextric al que le fallaba uno de los carriles. Un futbolín para matar el tiempo muerto (¿?). Grandes cantidades de macetas vacías. Saleros. Aceiteras. Una lámpara rota. Un jamonero. La triturador­a de frutas que siempre se atasca. Una mesa desmontabl­e. Dos sillas plegables. Tres balones de baloncesto y una veintena de pelotas de tenis. Ropa de otro verano y tres inviernos.

La existencia pasada, quizá en constante transición. Trastos inútiles, medio rotos, que no volverás a utilizar y, por tanto, imprescind­ibles. Por eso cuesta tanto deshacerse de ellos. Representa­n una vida a la que no volveremos pero a la que nos aferramos por si acaso. ¿Por si acaso, qué? Viejos proyectos que dejamos colgados. Arrojar todo esto al contenedor sería tanto como admitir que hemos renunciado a una parte de nosotros, de lo que fuimos. De repente, el trastero es nuestra vida. (...)

Ahora se entiende la noticia de que las empresas que alquilan trasteros se estén forrando.

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