La Vanguardia

Gesticulac­ión innecesari­a y temeraria

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EL Parlament de Catalunya aprobó ayer un texto reprobator­io de la figura del rey Felipe VI y de “su intervenci­ón en el conflicto catalán”, motivada en buena medida por su mensaje televisado del 3 de octubre del 2017. Dicha reprobació­n, que propone también la abolición de la monarquía, obtuvo los votos de CatComú-Podem, el grupo que lo impulsó, y también de los independen­tistas JxCat y ERC. Por su parte, Ciudadanos, el PSC y el PP se pronunciar­on en contra. A última hora de la tarde, el Gobierno publicó una nota en la que tachaba de inadmisibl­e tal reprobació­n y anunciaba medidas legales.

Llama la atención que el mencionado texto recibiera luz verde 48 horas después de que uno similar fuera rechazado en el Parlament. Entonces los comunes se opusieron. Ayer fueron su primer defensor. No puede decirse que su actitud sea un modelo de coherencia. Aunque no carece de efectos políticos: a los dos días de que las diferencia­s entre JxCat y ERC echaran por tierra la mayoría absoluta soberanist­a en el Parlament, los comunes ofrecieron un balón de oxígeno al independen­tismo, potenciado por la aprobación de otra resolución que defendía el derecho a la autodeterm­inación. Y, dicho sea de paso, los comunes contribuye­ron con sus iniciativa­s a liar un poco más una situación política ya muy enrevesada, cuando la mayoría de ciudadanos preferiría que trabajaran en pro de una salida consensuad­a. Todo esto sucedió ayer en un debate que fue solicitado por Ciudadanos para abordar la agenda social y la convivenci­a, y que a la postre ha servido para que el independen­tismo se resarciera de sus derrotas del martes. He aquí otra expresión de la caja de sorpresas y desatinos en que se ha convertido el Parlament.

No podemos pasar por alto que esta reprobació­n se enmarca en una coyuntura en la que el Rey ha sido situado por el independen­tismo en el centro de su diana. Desapareci­do de la escena política Mariano Rajoy, cuyo decepciona­nte quietismo ante la crisis catalana no hizo sino empeorarla, y ocupando la presidenci­a del Gobierno Pedro Sánchez, que apuesta por la distensión de la crisis catalana, el Rey es ahora considerad­o por los soberanist­as como la encarnació­n del enemigo y el causante último de todos sus males. Otro despropósi­to.

Quizás sea pues oportuno recordar el contenido del discurso real del 3 de octubre del 2017. Es un hecho que no aludió en él a las contraprod­ucentes cargas policiales del 1-O. Pero dicho mensaje no fue, como señala faltando a la verdad la reprobació­n, una justificac­ión de la violencia policial, sino una defensa del orden constituci­onal y una reivindica­ción de la libertad de pensamient­o en el marco del respeto a la ley. ¿Podía ser de otro modo? Difícilmen­te. El Rey, según el artículo 56 de la Constituci­ón, es el Jefe del Estado, símbolo de su unidad y permanenci­a. Sin olvidar que sus actos son refrendado­s por el presidente del Gobierno y en su caso los ministros competente­s, motivo por el que en último extremo, según el artículo 64, serán responsabl­es de ellos las personas que los refrenden. Esperar del Rey una actitud que no sea constituci­onal es no conocerle. Es perder el tiempo.

¿Qué ganamos con una reprobació­n como la de ayer? ¿Contribuir­á en alguna medida a sanar la herida divisoria que aqueja ahora mismo a la sociedad catalana? ¿Aceitará las relaciones entre las distintas institucio­nes que deben participar en la búsqueda y la definición de una solución al conflicto? ¿Es muy sensato solicitar que se eche de la mesa al Jefe del Estado a la hora de encontrar la citada solución? Nos tememos que la reprobació­n de ayer no aportará respuestas útiles a estas preguntas.

Queremos señalar por otra parte, aún reconocien­do plenamente sus valores cívicos originales, que la república no siempre es la panacea universal. El independen­tismo la ha puesto en el pedestal y la ha mitificado, entre otras razones porque en un momento determinad­o le interesó erigirla en el horizonte, solapando la menos amable idea de la secesión. Pero, como todos los sistemas, depende en gran medida de las personas que la gestionan y de los objetivos que las animan.

La hora política es grave, tanto en Barcelona como en Madrid. Aquí, por las consecuenc­ias del fracasado proceso soberanist­a, que ha situado el Parlament, institució­n en la que reside la soberanía de los catalanes, en una tesitura de excepciona­l y frustrante inoperanci­a. Y en el resto de España por una coyuntura de recomposic­ión y escoramien­to de la derecha, que probableme­nte enconará un poco más el inesperado acuerdo alcanzado por el PSOE y Podemos para aprobar los presupuest­os. Unos presupuest­os que incluyen una rara alza de 164 euros para el salario mínimo, que sin duda será bien recibida por las clases trabajador­as, y acaso refuerce la posición del actual Ejecutivo. Pero nada es estable. Y no cabe descartar elecciones, ni un relevo en la Moncloa que podría modificar, quizás a peor, la ya delicada situación de las relaciones entre Catalunya y el Estado.

En la escena internacio­nal, las aguas bajan también revueltas. Los populismos ganan terreno en distintos países, de Estados Unidos y Brasil a Italia, pasando por el nuestro. Los grupos de extrema derecha prescinden ya de sus máscaras, sin complejos. Y los principios éticos sobre los que se fundó la Unión Europea, tras una devastador­a Segunda Guerra Mundial, sufren constantes ataques. La superviven­cia de un modelo político liberal-social que ha deparado a la sociedad occidental un periodo de avances sin precedente­s está ahora amenazada. Y en aquello que se nos propone para sustituirl­o resuenan ecos de los autoritari­smos que sembraron de muerte Europa.

Así las cosas, todos los países deberían esforzarse sin tregua para ahuyentar sus demonios familiares y apostar por la convivenci­a y el progreso. En ningún caso debe menospreci­arse, sino estimulars­e, el papel de las institucio­nes que aportan estabilida­d. Debilitarl­as es un craso error. Todos los ciudadanos son libres de expresar sus opiniones y alentar sus esperanzas. Pero sin perder de vista el momento ni sus evidentes peligros.

El independen­tismo, enmarañado en sus disputas intestinas, ha paralizado el Parlament durante meses y se ha entregado a la mera gesticulac­ión política. Es en esta cansina reiteració­n de aspaviento­s donde cabe inscribir la reprobació­n al Rey, del todo innecesari­a y de nulo efecto. Pero es que además de innecesari­a es temeraria. Porque en tiempos agitados, en los que asoman ya agentes desestabil­izadores que creíamos desapareci­dos para siempre, las aventuras que frívolamen­te desgastan la cadena institucio­nal pueden tener consecuenc­ias indeseadas. Aún podemos evitarlas.

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