Desintegración europea
Ignacio Martínez de Pisón escribe: “La antigua Yugoslavia está aquí al lado, en el corazón de Europa, y sus ciudadanos han estado matándose hasta ayer mismo, como quien dice, pero no parece que los europeos hayamos aprendido la lección, porque desde entonces los nacionalismos no han parado de crecer. También la UE, en la que han vuelto a convivir casi todos los territorios que hace un siglo formaban parte de Austria-Hungría, está, como ésta en su momento, a la cabeza del mundo en bienestar, garantías jurídicas y libertades”.
Octubre pasa por ser un mes de revoluciones. Esas dos palabras, octubre y revolución, tienden a ir de la mano desde que hace ciento un años los bolcheviques de Petrogrado asaltaron el palacio de Invierno, sede del gobierno provisional de Kérenski. Lo más curioso es que, en realidad, la revolución de octubre tuvo lugar en noviembre. La explicación es conocida. En 1582, durante el papado de Gregorio XIII, se instituyó el calendario gregoriano, que corregía los desfases del viejo calendario juliano. Los países católicos, como Francia o España, lo adoptaron de inmediato. Otros, como Gran Bretaña, que no lo hizo hasta 1752, tardaron bastante más. En el caso de Rusia, hubo que esperar nada menos que hasta la caída de los zares, y a comienzos de 1918 se dio inicio al nuevo cómputo. Para entonces el desfase entre los calendarios gregoriano y juliano había alcanzado los trece días, lo que quiere decir que ese año los rusos vivieron trece días menos que el resto del mundo. Cuando quisieron celebrar el primer aniversario de su revolución, conmemoraron el 25 de octubre unos hechos que habían tenido lugar el 7 de noviembre del año anterior: la revolución de octubre fue, en puridad, la revolución de noviembre.
El experimento comunista que entonces acababa de nacer duró siete décadas más y luego, como diría Cervantes, fuese y no hubo nada: de todo aquello, ahora sólo quedan los rescoldos. Mientras tanto, a la vez que los soviéticos celebraban ese primer cumpleaños, daba sus últimas boqueadas la monarquía dual austrohúngara, una reformulación de las centenarias estructuras imperiales adoptada en 1867: un experimento, por tanto, de poco más de medio siglo.
En efecto, en octubre de 1918, a un centenar de kilómetros de donde un año antes las tropas austrohúngaras habían festejado la victoria de Caporetto, recreada por Hemingway en Adiós a las armas, se producía la debacle de Vittorio Veneto, que condujo a la fulminante liquidación del viejo imperio. El nuevo emperador, el inexperto Carlos I, estaba lejos de concitar las lealtades que inspiraba su tío abuelo, el venerable Francisco José I, y las minorías étnicas, que habían sido objeto de dura represión en 1915 y 1916, volvieron la espalda al imperio. Antes de concluir el mes, cuando todavía la batalla no había terminado, comités nacionales checos, eslovacos, serbios, croatas y eslovenos se apresuraban a declarar sus respectivas independencias, y los soldados pertenecientes a esas minorías desertaban o se revolvían contra sus mandos. El 31 de octubre, el propio Reino de Hungría pidió separarse de Austria, y sólo once días después el emperador Carlos abdicó. El viejo imperio formaba ya parte del pasado, y con él moría cierto ideal de armonía multiétnica, lo más parecido al actual concepto de la plurinacionalidad.
La cuenta atrás se había iniciado cuatro años antes en Sarajevo con el asesinato de Francisco Fernando a manos de un nacionalista serbio. Así pues, desde el principio hasta el final del conflicto los nacionalismos contribuyeron de forma decisiva a la liquidación de un sistema político que garantizaba a sus ciudadanos una seguridad jurídica y un progreso material superiores a los de los otros países de su entorno. Despedazado el inmenso patchwork imperial, sus retales se repartieron por territorios que en la actualidad pertenecen a trece países diferentes. ¿Quedaron así satisfechas las aspiraciones de los distintos nacionalismos? Por supuesto que no. Como suele ocurrir, la modificación de las fronteras no sólo no solucionó viejos problemas sino que creó nuevos, y se agravaron rivalidades que tarde o temprano acabarían estallando de forma sangrienta.
De ese despiece étnico del imperio nació Yugoslavia, que debía ser la nación eterna de los eslavos del sur y acabaría durando más o menos los mismos años que el experimento comunista: desde 1918, año de su fundación como monarquía paneslava, hasta 1991, que fue cuando empezaron a matarse unos a otros. Si el efecto vacuna de la Segunda Guerra Mundial duró unas cuantas generaciones y dio lugar a la UE, que entre otras cosas nació para abolir las fronteras y atemperar las exaltaciones nacionalistas, el efecto de esa otra guerra tan próxima, en cambio, no ha durado nada. La antigua Yugoslavia está aquí al lado, en el corazón de Europa, y sus ciudadanos han estado matándose hasta ayer mismo, como quien dice, pero no parece que los europeos hayamos aprendido la lección, porque desde entonces los nacionalismos no han parado de crecer. También la UE, en la que han vuelto a convivir casi todos los territorios que hace un siglo formaban parte de Austria-Hungría, está, como esta en su momento, a la cabeza del mundo en bienestar, garantías jurídicas y libertades. Los europeos somos unos privilegiados que no valoramos lo que tenemos y miramos con desdén a la propia UE. Ojalá no acabemos echándola de menos, como les ocurrió con el imperio a Joseph Roth y a Stefan Zweig y a tantos otros.
Kérenski (izquierda) arenga a la tropa en el frente ruso en 1917
No parece que hayamos aprendido la lección de Yugoslavia: los nacionalismos no han parado de crecer