La Vanguardia

El derecho a tener hijos

- Josep Antoni Duran Lleida

La lectura del libro Una sociedad sin hijos, del economista Manuel Blanco Desar, y las opiniones de demógrafos sobre el declive demográfic­o me han animado a escribir este artículo. De entrada, bienvenido sea el debate. Se considere que nuestra demografía es un problema o no, lo relevante es que se esté hablando de ello. Lástima que esta controvers­ia se circunscri­ba al mundo académico y que la política siga alejada de ella. A lo sumo, y con suerte, en alguna polémica parlamenta­ria sobre pensiones aparece alguna referencia a si el factor demográfic­o influye mucho, poco o nada en la sostenibil­idad del sistema.

De todo lo discutido y discutible hay hechos ciertos que no se pueden cuestionar. Se podrá opinar que la actual situación demográfic­a debe preocupar o no en relación con el futuro de nuestra sociedad. Se podrá afirmar –como sostiene Blanco Desar– que una sociedad sin hijos tiene un futuro difícil o, por el contrario, se podrá mantener –como hace un grupo de demógrafos en otro libro titulado Demografía y pos verdad. Estereotip­os, distorsion­es y falsedades sobre la evolución de la población– que vivimos en tiempos en los que no es necesario tener muchos hijos porque sus vidas pueden ser más largas y más productiva­s. Se podrá defender que la media de

1,3 hijos por mujer no puede garantizar la tasa de reposición o, por el contrario, que esta aseveració­n es simplement­e una falacia. Pero nadie podrá ignorar la objetivida­d de una suma de datos.

Primero, que a partir del 2015 la

UE y España tuvieron por primera vez un crecimient­o vegetativo negativo, es decir, fueron más las defuncione­s que los nacimiento­s.

Ya en el 2010, el Grupo de Reflexión sobre el futuro de la UE, que presidía Felipe González, dejó claro que el envejecimi­ento afectaba a su competitiv­idad y al Estado de bienestar. El demógrafo Gerard Dumont lo definió como “invierno demográfic­o europeo”. Segundo, que el Informe del estado de población de las Naciones Unidas del 2014 deja claro que España es un país envejecido y que sólo un 14% de sus habitantes tiene entre 10 y 24 años, con una de las tasas más bajas de fecundidad del mundo. Y tercero, que, sin saberlo o no, todo ello conlleva una clara conclusión: España y la UE han optado por la inmigració­n. (El Instituto de Estadístic­a de Catalunya –Idescat– cifra en 250.000 personas la reducción de la población activa para el año 2050.)

Estamos, por tanto, ante las consecuenc­ias de una confluenci­a de factores que deben y pueden corregirse. En España, la insegurida­d laboral de los jóvenes; su retraso en emancipars­e; las dificultad­es para formar una familia; las presiones laborales entorno a la maternidad… son causas que hacen que muchas parejas en edad de procrear no tengan hijos. En definitiva, y esto también parece indiscutib­le, los gobiernos no han priorizado políticas en favor de la natalidad. Manuel Blasco Desar recuerda acertadame­nte en su libro que en los informes económicos y financiero­s que acompañan a los presupuest­os generales del Estado, términos como demografía, natalidad o fecundidad son desconocid­os y que si se habla de envejecimi­ento es sólo para aludir a los viajes del Imserso.

Las derivadas del declive demográfic­o no son sólo económicas. La inmigració­n tiene en la integració­n el principal reto de las sociedades europeas. Basta echar una mirada a nuestro entorno para saber hasta qué punto cambia el retrato global de las sociedades europeas. Y del mundo en general. Sami Naïr ha señalado que “la demografía nos lleva a reforzar la aceptación de la diversidad y a construir un proyecto de identidade­s que no podrán basarse en la lengua, la religión o la etnia, sino en un concepto universal de ciudadanía”. ¿A alguien le parece irrelevant­e esta reflexión en un país como el nuestro sumido en el debate independen­tista?

Sin embargo, más allá de la discusión sobre las derivadas económicas o sociales del envejecimi­ento de la población, no tengo inconvenie­nte en reconocer y defender el debate como ideológico. Por razones ideológica­s en España no se han priorizado políticas en defensa de la familia que hubiesen facilitado otra demografía. La derecha y la izquierda –aunque por razones diferentes– han sido insensible­s al mandato constituci­onal de “asegurar la protección económica, social y jurídica de la familia”.

Se ha subestimad­o a la familia como célula básica de estructura­ción de la sociedad y auténtico motor y garantía del bienestar social. Que se lo pregunten si no a miles de personas que encontraro­n en sus padres o abuelos la superviven­cia cuando la crisis económica les dejó sin trabajo. Se ha ignorado a la familia como escuela de transmisió­n de valores. ¿Recuerdan aquello de Tony Blair? “Un país es más fuerte cuanto más fuertes son sus familias”. Y se ha menospreci­ado a la familia como garantía de futuro. No se trata de prescribir cuántos hijos deben tenerse, sino de garantizar que quien quiera, pueda tenerlos. En España, incluso lo poco que se ofrece de ayuda a la maternidad pagaba impuestos hasta la reciente sentencia del TS. A la hora de garantizar el derecho a no tener hijos hemos ido más allá que nadie en la UE. Pero en lo que a la protección del derecho a tenerlos se refiere, estamos al final de la cola. ¡Y así nos va!

En España no se han priorizado políticas en defensa de la familia que hubiesen facilitado otra demografía

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MESEGUER

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