La Vanguardia

“Si no es por mis padres...”

Javier Gómez Noya revisa su trayectori­a en vísperas del Ironman de Hawái, el Mundial de la disciplina

- SERGIO HEREDIA

Javier Gómez Noya (35) baja la cabeza, contempla el botellín de agua que lleva en la mano y dice: –Si no hubiera sido por mis padres... –dice. Y entonces rebobina hasta su infancia.

La niñez en Ferrol. El padre, hoy ya jubilado, regentaba un restaurant­e. La madre también se arremangab­a allí. El niño, Javier, acompañaba a su hermano mayor a las piscinas del CN Ferrol.

Un buen día, Gómez Noya se lanzó a la piscina. Braceó. Tenía once años. En sus inicios, Javier Gómez Noya era un nadador. –¿Uno de los buenos? –Bueno, me defendía en los 400 y los 1.500 libre. Pero no era un supertalen­to. Me faltaba tamaño y fuerza. De las tres disciplina­s del triatlón, donde más cojeo es nadando.

–¿Y el triatlón?

–A los quince años ya me di cuenta de que no sería un gran nadador. Así que me inscribí en un triatlón en Galicia. Era distancia olímpica. Competí con los séniors. Quedé segundo. Solo me ganó Iván Raña...

En aquel entonces, Raña ya era el mejor triatleta del mundo.

En esto, sí, Gómez Noya era uno de los buenos.

Pero había que equipar al niño.

–Con el esfuerzo del restaurant­e, mis padres me compraron la bicicleta. Nunca hubo muchos clubs ni muchas subvencion­es. He visto a talentos que se quedaban en el camino por la falta de apoyos. Yo tuve el apoyo de mi familia. Yo pedía una bicicleta y mis padres tuvieron que hacer un gran esfuerzo para conseguirl­a. Y también me pagaron los viajes a muchas competicio­nes. De no ser por ellos...

Y aquí se quedó. En el triatlón.

Desde entonces veinte años.

En este tiempo, Javier Gómez Noya ha superado una anomalía cardiaca, ha ganado cinco Copas del Mundo y ha recogido una plata olímpica (Londres 2012). Se diría que lo ha hecho todo. O casi. Aventurero, se ha enfrascado en una nueva experienci­a: a partir de esta tarde (18.35 h, hora española) disputa el Ironman de Hawái, el

han

pasado Mundial de la disciplina.

(...)

A estas horas, a 13.000 kilómetros de aquí, Gómez Noya trastea entre sus cosas. Inspeccion­a su bicicleta, la cabra Specialize­d Shiv, equipada con un peculiar sistema de autoavitua­llamiento (el sistema es viable en el triatlón, pero ilegal en las contrarrel­oj del ciclismo). Y trota suave por los caminos de asfalto y lava seca que rodean su hotel, siempre bajo la mirada de Carlos Prieto, su entrenador, que le sigue en el coche.

–¡Hay que beber! –le vocea Prieto.

No nos despistemo­s con eso, con la hidratació­n.

–¿Cuánto calcula que va usted a consumir durante la carrera? –se le pregunta a Noya.

–Beberé más o menos un litro y medio cada hora. Si no bebiera nada, me habría fundido doce kilos en el Ironman. Ya lo ve, sería imposible acabarlo.

–¿Y va a ser duro?

–Hará calor.

En algún momento del día, el termómetro llegará a los 32ºC.

Kona, la mayor de las 19 islas de Hawái, es el santuario del Ironman, una prueba que trasciende la resistenci­a del ser humano: 3,8 kilómetros a nado, 180 km en bicicleta y un maratón a pie. –¿No es una barbaridad? –Cambian algunas cosas. Tampoco tantas...

Lo que cambian son los ritmos y los volúmenes de hidratació­n y alimentaci­ón. El triatlón olímpico no llega a las dos horas. El Ironman ronda las ocho.

–Aquí, la bicicleta gana importanci­a. Te pasas cuatro horas y media pedaleando –dice.

–¿Y se sufre más?

–No lo crea. Al fin y al cabo, la prueba es más aeróbica. Los entrenamie­ntos son más largos, pero los ritmos no son tan exigentes como en la distancia olímpica.

Es una prueba de agonía orgánica. No hay tanta asfixia, tanta contracció­n muscular. El problema es de baterías. Si se agotan, y eso puede ocurrir en el tramo del maratón, ya no hay recursos.

–¿Y qué se le ha perdido a usted aquí? ¿No lo había logrado todo como triatleta?

–En la vida hay que probar nuevos retos. Si no, sería aburrido. Llevo muchos años en el triatlón. El Ironman es lo mismo, pero de otra manera.

La charla se ha desarrolla­do en Ponteareas, muy cerca de los canales y las carreteras que Gómez Noya frecuenta desde su juventud, en Pontevedra. Allí fundaron un centro de alto rendimient­o, y canal arriba remaba David Cal, y por allí pedaleaba Raña.

Gómez Noya ha acudido a un acto promociona­l. Ante él se ha formado una larga fila de niños. Le piden que les firme la gorra, el casco de la bicicleta o el neopreno. Muchos llevan A pulso, la biografía que le escribiero­n Paulo Alonso y Antón Bruquetas (2015).

Desde que se publicó el libro, Gómez Noya ha vivido algunas otras aventuras, alguna desagradab­le. Se perdió los Juegos de Río, en el 2016.

–¿Cómo le quedó el codo? –Aquí está.

Muestra la cicatriz. La caída fue absurda. Había ocurrido un mes antes de los Juegos. Gómez Noya daba por acabado un entrenamie­nto en la bicicleta. Subía muy despacio una cuesta, apenas a 15 km/h, cuando se fue al suelo.

–Mi carrera ha sido muy larga. Ha habido épocas complicada­s.

LOS INICIOS

“A los quince años comprendí que no sería un gran nadador; probé suerte con el triatlón”

LA EXPERIENCI­A

“Aunque apenas era un niño, en mi primera carrera quedé segundo: sólo me ganó Iván Raña”

EL RETO

“En la vida hay que probar retos. Si no, sería aburrido. El Ironman es lo mismo, pero de otra manera”

LOS PADRES

“El restaurant­e de mis padres me compró la bici; he visto a talentos quedándose por el camino”

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TRIATHLONC­HANNEL.COM Javier Gómez Noya, durante un entrenamie­nto en la isla de Kona, la mayor del archipiéla­go de Hawái, esta semana

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