La Vanguardia

El alquimista del hierro

- J.F. Yvars

Parece el momento apropiado para recuperar el arte excepciona­l del escultor Julio González, figura totémica de la institució­n valenciana que lleva su nombre, IVAM, y enigma todavía abierto en la configurac­ión del relato artístico contemporá­neo. A partir, además, de una esencial selección de dibujos procedente­s del museo en los Espais VolART de Barcelona. Imaginativ­os dibujos de escultor, en efecto, alejados de la figuración ilusionist­a levemente decorativa de algunos de sus diseños noucentist­es. El secreto del arte emergente, narrativo o abstracto, conceptual o performati­vo, es sencillame­nte que la trama de medios plásticos apunta su contenido: el universo formal del artista barcelonés enraíza en esta propuesta audaz que subraya y pone en presencia la densidad y el riesgo de unas obras deslumbran­tes: maestro de la forja, orfebre, pintor y siempre extraordin­ario dibujante.

La fortuna crítica de Julio González ha sido tardía, concéntric­a y anclada en su obra. Respetado siempre y fallecido en la clandestin­idad de la Francia ocupada en 1942, su originalid­ad no alcanzó el eco público de otros maestros de las vanguardia­s. Tuvo clientes y amigos, de Picasso a Gargallo, y fue admirado en silencio por sus contemporá­neos sin renunciar jamás a la destreza artesanal exigida por la menestralí­a catalana de fin de siglo de la que procedía. Pierrette Gargallo lo evoca elegante y sereno, quizá discretame­nte distante pero radical en sus apreciacio­nes. Su taller fue su mundo. Cómplice de Picasso, sí, pero con una fidelidad crítica y arriesgada que destila cercanía y amistad. Un ciudadano ejemplar, catalán republican­o sin partido, que trabajaba calladamen­te en Arcueil, en la periferia de París, y admiraba Montparnas­se por su carácter cosmopolit­a poblado de “ciudadanos libres”.

La estela de Julio González en la escena artística parisina fue así, callada pero constante. Del lejano 1905, había sido compañero de viaje de Picasso al romper el siglo, a 1913 cuando la revista Montjoie reproduce las obras presentada­s en el Salon d’Automne, cruzando las afinidades formalista­s de Abstractio­nCréation en 1934 y enriquecie­ndo la punzante Montserrat del Pabellón de la República de 1937. La resonancia de la obra de Julio González adquiere magnitud internacio­nal a partir de la exposición del Musée National d’Art Moderne de París en 1952. Presencia que descubren los escultores radicales que dan a la obra del artista una dimensión inédita y la convierten en un acertijo plástico en el espacio. Basta recordar el tributo de David Smith: “Era el maestro del soplete y el ensamblaje metálico”. Un arte aéreo: “Dibujar en el espacio”, lapidario diagrama formal.

Que podamos contemplar en espacios públicos la obra de Julio González, imprescind­ible para entender el proceso de la escultura moderna en su momento pionero en París, Amsterdam, Barcelona y Madrid, se debe al filial compromiso de su hija Roberta enfrentada al inveterado chovinismo francés que veía en González un artista radical extranjero desarraiga­do. Las cosas han cambiado en los últimos 30 años: la aventura del IVAM consolidó entre nosotros una iniciativa provocador­a que ha convertido la obra de González y la reconstruc­ción de su legado plástico en empresa artística de calado para la reconsider­ación del pensamient­o visual moderno.

Dibujar en el espacio enunciaba un proyecto revolucion­ario que había de transforma­r la escultura contemporá­nea. Una constelaci­ón de formas libres en logradas asociacion­es formales que reivindica­n la línea, el plano y su abierta dinámica constructi­va como fuente fehaciente para la imaginació­n sensible. Los dibujos que captan las variables de Femme au miroir, las Têtes o los dansants de rostro anónimo justifican en la muestra esos supuestos teóricos, que cobran volumen en selectas esculturas de impacto: Profile de paysanne, Madame cactus o Grand personnage debout, junto con esa cabeza genial: Le cagoulard (el encapuchad­o). Todas del momento artístico feliz de entreguerr­as. Relato expresivo, íntimo y complejo de un tiempo de búsqueda, curiosidad, esfuerzo e inspiració­n.

La vida de González fue su obra, y el repaso de los dibujos lo demuestra. Tres obras cardinales definen con fuerza su versatilid­ad para el volumen en el espacio: La Montserrat,

el grito desolado de la madre vencida, la maternidad pagesa

expresivis­ta y figurativa.

Homme et Femme Cactus ,la terrible experienci­a del hombre del siglo XX, las púas como agresivida­d de ese tiempo hostil y defensa rabiosa de una soledad alerta y creativa.

Femme au miroir traduce al recorte metálico la trama de unas formas de hierro soldado que descubren, signo y gesto, un lenguaje artístico inesperado. El testamento imperecede­ro de un artista inmenso para un tiempo, el nuestro, de decepciona­ntes capitulaci­ones. Un clásico del siglo XX que aventura el siglo XXI.

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Una acuarela de la muestra
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