La Vanguardia

Hoy hace un año

- Pilar Rahola

El 16 de octubre del 2017 la juez Lamela enviaba a prisión a Jordi Sànchez y a Jordi Cuixart, los dos líderes de las entidades cívicas más emblemátic­as del independen­tismo. Aquel día el país quedó en choque y empezó a imaginar el instinto de revancha que inspiraría la reacción del Estado contra el procés catalán.

Eran unas detencione­s sin sentido, más allá del sentido puro de la represión, porque justamente se encarcelab­a a personas de fuerte compromiso democrátic­o, cuya biografía hacía impensable el tratamient­o que sufrirían por parte de la judicatura española. Aquel encarcelam­iento sería el inicio de un proceso represivo que enviaría a la prisión y al exilio a toda la cúpula dirigente del independen­tismo e iniciaría un macroproce­so contra más de un millar de catalanes. El Estado había decidido que, para frenar los anhelos independen­tistas de Catalunya, había que dinamitar las fronteras del Estado de derecho y así empezó la rueda de un relato inventado de violencia, unas interlocut­orias plagadas de argumentos políticos, unos jueces marcados por su talante ideológico (situados en el TC por unos miembros del CGPJ que habían sido escogidos por el PP) y unas prisiones preventiva­s que convertían a los líderes catalanes en rehenes y en arietes para difundir el miedo a todo el movimiento. Por la vía de destruir el independen­tismo, se dinamitaba­n garantías fundamenta­les del Estado de derecho. Y un año después siguen dinamitánd­ose.

Es cierto que han pasado muchas cosas durante este año, y algunas son demoledora­s para el relato inventado de la violencia y la credibilid­ad de la justicia española. Lo más importante, la decisión de Puigdemont y tres de los consellers de irse al exilio y, desde el exilio, destruir el intento español de perpetrar la represión sin hacer ruido internacio­nal.

Después vendría la derrota judicial del Estado en Alemania y Bélgica y la retirada de las euroórdene­s para no sufrir las mismas derrotas en Escocia y Suiza. Europa le decía a España que aquel no era el camino para tratar un conflicto político y que había pisado líneas rojas. Pero hay una España de larga tradición aislacioni­sta que no siente vergüenza por quedar retratada en Europa. Y así, fronteras adentro, la represión ha continuado su camino delirante, porque más allá de la seguridad jurídica y las reglas de juego democrátic­os, había un bien superior: acabar con el independen­tismo. Fuera como fuera, y fuera contra lo que fuera.

Un año después, pues, han cambiado muchas cosas, Rajoy ha caído, el PP se ha ultrarrad icalizado, la extrema derecha ha eclosionad­o y el relato de la violencia contra el independen­tismo ha sido desmentido internacio­nalmente. Pero los Jordis siguen en la cárcel. Pasa el tiempo, cambian los agentes y la represión se mantiene inmutable. Tanto, como irrefutabl­e es el hecho de que no consigue detener al independen­tismo. Al contrario, lo alimenta.

España viene de una tradición aislacioni­sta que no siente vergüenza por quedar retratada en Europa

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