Orejeras para el trabajo
Un estudio de diseño propone utilizar unas vistosas orejeras en el trabajo que facilitarían la concentración.
Es el propofol del deseo, el nitrógeno líquido del matrimonio. Netflix. Es tendencia, y no precisamente sexual. Pregunten, si no, a las parejas que se inyectan cada noche dos o tres dosis de Narcos, Maniac o La maldición de Hill House, sea en versión original o en el idioma patrio. Ocurre que, entre temporada y temporada de las series-que-note-puedes-perder, la libido va hundiéndose lenta pero inexorablemente hasta alcanzar esas fosas abisales donde viven criaturas monstruosas.
Anestesiada la urgencia carnal por ese “cariño, échame un capítulo más”, en el sofá, ante el televisor, no hay más prolegómenos a los que entregarse que los de un bol de palomitas o un bote de pepinillos en vinagre sabor anchoa de los que también picotean los niños. Con niños y sin bloques de anuncios, dos se balancean entre el tedio y la somnolencia hasta la cama. La velada agua la fiesta, lo que augura que sólo puede cerrarse de una manera: con la pareja liándose, sí, a hacer sudokus entre las sábanas.
Que ellas, después del trance televisivo con Charlie Cox o Vincent d’Onofrio, no se quitan ni las horquillas al hundirse en el colchón. Ellos... Ellos cabecean dejando caer esa babita por la comisura del labio, plof, sin tan siquiera quitarse las gafas. Las series vistas así apagan toda combustión que ardió antaño, y los juegos de cama –atiéndase que es palabra polisémica– sólo salen a escena en la semana fantástica de El Corte Inglés. No se levanta el ánimo ni aprendiéndose la una y el otro de memoria los cuatro libracos de las sombras del insufrible Grey, literatura de la malísima para mamis mainstream acongojadas. Una pena.
Pensará el lector que esta periodista exagera. Bien, cada cual se sabe sus secretos de alcoba, así que ustedes mismos. Pensará el lector, también, que a qué viene este artículo. Simple: esta semana Netflix ha sido doblemente noticia. Por sus resultados espectaculares de audiencia: más de 137 millones de suscriptores en el todo el mundo. Y porque se ha conocido el primer caso de hospitalización, en India, por una supuesta adicción a la tele en streaming con el contenido bajo demanda. Le bastaron seis meses a un joven indio de 26 años para perder el control y necesitar conectarse a Netflix como si se tratara de una droga.
Adictos perdidos acabarán muchos si se lanzan a las series como al alcohol o a las máquinas tragaperras, por no hablar de su equilibrio sexual. ¿Es o no es una cuestión de Estado? Quiere decirse que este asunto debería preocupar a las autoridades sanitarias del planeta, especialmente a las de España, donde la tasa de fecundidad está tan alicaída como esos matrimonios a prueba de noches de sofá y serie. Imagínense que esas miles de parejas empiezan a desarrollar síntomas desconcertantes como los del joven indio, y visiones paranormales, y enferman, y hay epidemia, y no hay vacuna... Qué horror.
Como no tengo Netflix, estoy por preguntarle a mi colega Joaquín Luna, muy docto en los lances del amor, cómo se sale de esta. Si no, claro, a Iker Jiménez, que también es periodista, pero del más allá.
Las series vistas así, en modo adictivo, apagan toda combustión en la pareja y los juegos de cama se esfuman