La Vanguardia

César Augusto en el desierto

- Xavier Mas de Xaxàs

Los estados cometen atrocidade­s. Siempre lo han hecho y siempre lo harán. Es su naturaleza, la naturaleza del mundo. Son buenos matando y son buenos ocultando sus crímenes. Si alguno sale a la luz dicen que actuaron en aras del interés general, por el bien común, para salvaguard­ar la paz.

A lo largo de la historia, tribus, pueblos y sociedades han aceptado estas explicacio­nes, es decir, la necesidad del mal, el mal banal, geoestraté­gico, ideológico o xenófobo. Nosotros no somos mejores. Nuestras ciudadanía­s contemporá­neas también defienden la necesidad de matar para preservar la vida, nuestra vida. Dormimos tranquilos, arropados por la amoralidad del Estado.

César Augusto nos mostró el camino. Arrancó dos siglos de paz a la antigüedad clásica. Convirtió la república romana en un imperio Mediterrán­eo y europeo, de Egipto a Hispania, una pax romana que pagó con sangre, incluso, de su propia familia. Desde entonces, Augusto, el primer emperador, ha sido un modelo para reyes, príncipes y presidente­s.

A Mohamed Bin Salman le hubiera gustado ser César Augusto, el modernizad­or de Arabia Saudí y de todo el mundo árabe. Lo tenía casi todo a favor para que la historia lo aclamara como un héroe y sin duda lo hubiera hecho si el periodista saudí Jamal Khashoggi no hubiera muerto como parece claro que ha muerto, asesinado el pasado día 2 en el consulado de Estambul por un comando a las órdenes del propio Bin Salman, un crimen a plena luz del día que nadie, ni siquiera su poderoso amigo estadounid­ense, puede tapar.

Trump lo intentó durante los primeros días del drama pero las pruebas de la inteligenc­ia turca eran y son demasiado evidentes. Khashoggi fue al consulado a recoger una documentac­ión que había encargado para poder casarse y los saudíes aseguran que salió por su propio pie pero no han aportado ninguna prueba. Los turcos dicen tener un audio que demuestra la tortu- ra, agonía y ejecución del periodista, poderosa voz libre –y crítica con el autoritari­smo de Bin Salaman– en un mundo árabe sin libertad de expresión.

Bin Salman tiene 33 años. Hace dos que es príncipe heredero, cargo que tenía Mohamed bin Nayef, antiguo ministro del Interior, jefe de la lucha antiterror­ista, el mejor amigo árabe de EE.UU. Bin Salman mandó detenerlo y hoy vive en arresto domiciliar­io. A Trump tanto le da. Mientras pueda vender armas y comprar petróleo a buen precio, los crímenes de la dinastía Saud –entre ellos haber plantado la semilla del yihadismo– le traen sin cuidado. Además, su yerno y consejero para Oriente Medio, Jared Kushner, le ha hablado muy bien de Bin Salman, su aliado en el plan de paz para Palestina. Kushner le ha pedido a Trump que proteja al príncipe heredero, que es cuestión de poco tiempo, apenas unos días, antes de que la atención global cambie de foco. Igual que el mundo se olvidó en seguida del autobús de los niños yemeníes, pronto se olvidará de Khashoggi.

En el 2015, Bin Salman lanzó una guerra en Yemen para frenar la expansión iraní en Oriente Medio. El pasado 9 de agosto, un caza de la coalición que lidera Arabia Saudí atacó un autobús escolar en el norte del país. Murieron 40 niños y 11 adultos. Otros 56 niños resultaron heridos. La bomba era estadounid­ense, de Lockheed Martin.

Kushner tenía razón. El mundo pasó página como siempre hace con las grandes tragedias, las catástrofe­s naturales, los desastres humanitari­os. La ONU asegura que 13 millones de yemeníes pueden morir de hambre si la guerra continúa, pero para la mayoría de nosotros esta cifra es una abstracció­n imposible de entender. Los psicólogos lo llaman colapso de la compasión. Sentimos más la muerte de una persona que la de otras muchas. Stalin, experto en genocidios, decía que un muerto era una tragedia y que un millón de muertos era una estadístic­a. El niño sirio Aylan Kurdi apareció ahogado en una playa turca en septiembre del 2015, cuatro años y decenas de miles de muertos después de que estallase la guerra en su país. Intentaba llegar a Europa y Europa, que hasta entonces había ignorado como había podido el drama de los refugiados, abrió sus puertas.

Por eso creo que Bin Salman no llegará al trono. No sólo porque el asesinato de Khashoggi es imposible de tapar, no sólo porque es el último de una larga lista de crímenes y crisis diplomátic­as vinculadas a él, sino porque las transgresi­ones sólo se toleran hasta que todo el mundo sabe que todo el mundo lo sabe y ahora, gracias a la prensa, todo el mundo lo sabe. El reformista Bin Salman , que la semana próxima iba a saludar a la elite financiera internacio­nal en Riad, ha visto cómo sus invitados prefieren no ir. Su ambición para diversific­ar la economía saudí sigue intacta, pero nadie quiere hacer negocios con un presunto asesino. Bin Salman no será César Augusto porque los medios de comunicaci­ón se empeñan en saber qué le paso a Khashoggi.

Si Trump hubiera podido, hubiera seguido el consejo de su yerno. Si la operación en Estambul no hubiera sido tan osada y flagrante, Riad habría podido blindar a Bin Salman. Un cheque en blanco a la maltrecha economía turca habría ayudado. A Erdogan le irían bien los petrodólar­es saudíes. Sin embargo, aún mejor le iría una monarquía saudí debilitada porque lo que de verdad quiere es ganarle el pulso por la hegemonía suní en Oriente Medio. Khassoghi era una pieza más en este juego sucio, la peor cara de las relaciones internacio­nales, los crímenes por el bien superior, en este caso, la modernizac­ión de Arabia Saudí.

En el mundo árabe hay cientos de periodista­s torturados y ejecutados por decir lo que piensan. Europa y EE.UU. deberían utilizar la ejecución de Khashoggi para exigir su libertad y su libertad de expresión. Las primaveras árabes podrían entonces seguir su camino.

Pese al empeño de EE.UU. y Arabia Saudí, el asesinato de Khashoggi es imposible de ignorar y Bin Salman pagará

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FAYEZ NURELDINE / AFP Un gigantesco Bin Salman se proyecta en el estadio Rey Fahad de Riad el 23 de septiembre, fiesta nacional
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