La Vanguardia

Una cuestión hispánica

- Juan-José López Burniol

El independen­tismo está dividido en dos posturas enfrentada­s. Una es la de Esquerra –con Junqueras al frente–, parte del PDECat y de Junts per Catalunya, con el apoyo de Òmnium Cultural, que consideran, tras el fracaso del pasado otoño, que la independen­cia sólo será posible cuando exista una mayoría social suficiente, que permita una negociació­n con el Estado sobre un referéndum legal. Y otra es la de Puigdemont, parte del PDECat y de JxCat, con el apoyo de Torra, la CUP, los CDR y la Asamblea Nacional Catalana, que quieren forzar una situación límite de enfrentami­ento con España para llevar a cabo una declaració­n unilateral de independen­cia, que dicen tendría –¡esta vez sí!– apoyo exterior. En esta línea se inscriben la propuesta de la Asssemblea Nacional Catalana de liberar a los presos y tomar el control del territorio, así como la reprobació­n del Rey y la petición de abolición de la monarquía por el Parlament.

El pensamient­o es libre y, no digamos, los deseos. Pueden los radicales pensar y decir lo que quieran. Pero los hechos son tozudos. Y uno de estos hechos es que el apoyo exterior –se sobrentien­de que europeo– no llegará en un futuro previsible. Es más, no llegará de forma operativa para ninguna de las partes enfrentada­s. Ni para el Estado, aun cuando haya que forzar, para negárselo, el marco normativo europeo vigente –las peripecias de las euroórdene­s lo han puesto de manifiesto–; ni, menos aún, para un movimiento secesionis­ta que no cuenta con la mayoría social y que es susceptibl­e de contagiar a otros países. El “problema catalán” (para mí el “problema español” de la estructura territoria­l del Estado) es un problema interno de España, una “cuestión hispánica”, que debe afrontarse por los españoles sin esperar ayuda alguna para resolverlo. Hay que contar con la inercia de la historia, y esta enseña que, desde hace dos siglos, España ha estado ausente de la política europea. Las potencias europeas han querido, a lo largo del siglo XIX y buena parte del XX, que España –una España “sin pulso” lastrada por una política interior convulsa y cainita– quedase marginada y no estorbase. Cierto que, tras su ingreso en la Comunidad Europea, España ha mejorado su posición, pero la política exterior aún se hace en Europa por los estados, y en estos aún pesan mucho la inercia y sus intereses.

Fernando Olivié es un viejo diplomátic­o español que ha decantado su experienci­a y su reflexión en un libro excelente –La herencia de un imperio roto–, que ha alcanzado tres ediciones distanciad­as en el tiempo (1990, 1999 y 2016). La paz de Westfalia de 1648 –escribe– puso fin al imperio hispano-católico de los Austrias y a la presencia de España en Europa; y el imperio español en América se emancipó en 1824, quebrándos­e el vínculo entre las nuevas naciones y la metrópoli. Diez años después, “las relaciones de nuestro país con Francia e Inglaterra, regidas por el tratado de la Cuádruple Alianza de 1834, convirtier­on a la península Ibérica en un cuasiprote­ctorado franco-británico cuyas consecuenc­ias se han prolongado hasta casi después de la Segunda Guerra Mundial”. Esta ausencia de una política exterior española determinó “incluso la pérdida de Cuba, Puerto Rico y Filipinas (a causa) de que la guerra del 98 contra Estados Unidos sorprendió a nuestro país sin aliados”. Añádase la instrument­alización por Francia de la “disidencia española” (republican­os durante la Restauraci­ón, monárquico­s durante la Segunda República, republican­os bajo Franco, etcétera), que ha sido usada “como una arma más” por los gobiernos de París frente a Madrid, y el cuadro estará completo.

Un episodio revelador de esta situación –destaca Olivié– se produjo al estallar la Guerra Civil. Sólo cinco días después de iniciada, el 23 de julio, se reunieron en Londres, a iniciativa del primer ministro Baldwin, este y Eden por parte británica, y Blum y Delbos, por la francesa. Pactaron un acuerdo de no intervenci­ón, suscrito luego por casi todos los países europeos. Se dice que el objetivo de este acuerdo era “cortar radicalmen­te toda ayuda extranjera a los combatient­es españoles”, pero “la realidad es muy otra”: lo que pretendían los ingleses, y consiguier­on, era evitar que la guerra civil española se extendiese fuera de nuestras fronteras y degenerara en una guerra europea”. Al precio, eso sí, de dejarnos solos y consentir que nos desangráse­mos durante tres años en una guerra de pobres.

Se objetará que las cosas han cambiado y que bajo las presidenci­as de González y Aznar pareció que España tenía una proyección incluso superior a su peso real. Pero con Zapatero y Rajoy decayó el impulso, y, hoy, con el conflicto catalán exacerbado y los partidos degradados en una confrontac­ión soez por el poder, ¿cuál es la imagen de España?, ¿qué capacidad de influencia tiene? Que nadie busque en Europa la solución de su problema, más allá de una formal defensa de los principios democrátic­os y del de legalidad. Nuestro problema lo afrontarem­os solos. Mejor o peor. Antes o después. Es una cuestión hispánica.

Hay que contar con la inercia de la historia: desde hace dos siglos, España ha estado ausente de la política europea

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