La Vanguardia

ANTE LAS PUERTAS DEL CIELO

- CARLOS R. GALINDO

Huid s de hoga olv dados po cciden ,mi sde igrantes se agolpan en os atrapados entre los vientos de la historia.

Lesbos como metáfora de la vida. Jamás el cielo y el infierno estuvieron tan cerca. En el corazón de esta isla griega, situada a unos 10 kilómetros en línea recta de la costa de Turquía, se encuentra el campo de refugiados de Moria, un antiguo campamento militar, punto de confinamie­nto de quienes tratan de llegar a Europa tras huir de zonas de conflicto como Siria, Irak, Irán, Afganistán y el África subsaharia­na.

Moria es un lugar infame en el que la esperanza se transforma en puro engaño. Un limbo legal, cuya capacidad (2.500 personas) se ve ampliament­e superada hasta alcanzar las 9.000, del que no hay escapatori­a posible. “Ahora lo sé. Hubiera preferido morir antes que llegar a Lesbos”, explica un refugiado sirio. El campo muestra el lado más oscuro de Europa –la rica Europa–, que paga y calla.

Las condicione­s higiénico-sanitarias en el campo son deplorable­s –un canal de aguas sucias y pestilente­s circula ante la puerta principal del recinto– y el respeto por la vida, prácticame­nte inexistent­e. Moria también son palizas, agresiones, reyertas, violacione­s, abusos y suicidios. Incluso los niños se quitan la vida. Una frase lo resume todo: “Esto es peor que una cárcel, es un infierno”. La frustració­n de quienes lo han perdido todo es enorme. El campo es una bomba de relojería. No saber a dónde podrán ir ni cuál será su destino lleva a los refugiados a un estado de rabia incontenib­le, que algunos combaten con la bebida y las drogas.

“Lo he perdido todo. No me queda nada”, explica Kamal, el intérprete de árabe de ‘Yo con ICO x Lesbos’, un proyecto de cooperació­n oftalmológ­ica promovido por Innova Ocular ICO Barcelona a través de la Fundación Ver junto a la oenegé Light Without Borders (Luz Sin Fronteras). ICO dispone de una clínica-módulo en el corazón del recinto proporcion­ada por Acnur que se ha equipado para la exploració­n básica de oftalmolog­ía y optometría, y donde se facilitan a los refugiados gafas usadas adaptadas. Mahmud, un joven ghanés al que le propinaron tal paliza que quedó prácticame­nte ciego –“Por qué me hicieron eso?”, se pregunta–, ha recuperado ahora una parte de la vista.

Kamal lucha a diario por borrar sus recuerdos, pero no es fácil. “Nací en el sur de Irak, en Basora –explica–, estudiaba medicina y me encantaba jugar a voleibol y escribir relatos cortos. Mi padre y mi hermano trabajaban en una empresa petrolera. Mi madre era enfermera en un hospital y mi hermana estaba a punto de acabar sus estudios de medicina. Esa era mi familia. Y la perdí. Los asesinaron. A mí me dispararon en la cara y me dieron por muerto. El proyectil afectó a uno de mis ojos y perdí la visión casi por completo”, se detiene para respirar entre jadeos. “Hui a Turquía para salvar la vida. Un día, en la ciudad de Esmirna, alguien me propuso cruzar hasta Lesbos. Pero mi sueño tenía un precio. Tuve que pagar 1.000 dólares para conseguir una plaza en una patera. Estaba seguro de que mi suerte cambiaría en Europa, que todo sería distinto. La travesía fue horrorosa. Recuerdo el frío, el mar embravecid­o, el pánico… Pensé que esa noche iba a morir”.

“Ahora lo sé. Hubiera preferido morir antes que llegar a Lesbos”, explica un refugiado sirio que llegó en patera

El 29 de enero de este año llegó a Lesbos. ¡Por fin…! El paraíso soñado. La alegría apenas duró unos pocos días. “Ahora sé que abandoné el infierno para acabar en los brazos del diablo. Eso es el campo de Moria”, explica. Los primeros días fueron felices, pero ese sentimient­o cambió pronto. “Descubrí que aquí también hay mala gente, personas que sólo buscan pelea… Las disputas son diarias. Comparto una pequeña tienda con otros diez refugiados y cuando llueve, el agua entra a raudales. Los cortes de luz son frecuentes y las condicione­s sanitarias, pésimas; yo mismo necesito un tratamient­o específico que no recibo –relata–. Estoy triste, muy triste…”.

El proyecto ‘Yo con ICO x Lesbos’ le ofreció la posibilida­d de ayudar a la gente: “Es lo único que me mantiene con vida. Hablar árabe e inglés me permite sentirme útil”, concluye. Cada tarde, cuando finaliza su jornada de trabajo (a eso de

Miles de refugiados se agolpan en condicione­s deplorable­s en el campo de Moria, a

la espera de un salto a Europa que

nunca llega

las 17 horas) se va a dar un largo paseo por los campos que rodean a esta antigua prisión. No quiere regresar a la tienda y darse de bruces con su realidad. Mientras camina, trata de imaginar lo que sería su vida en Alemania, o en España… Pero los recuerdos regresan de inmediato a su cabeza. Entonces, se detiene junto a un olivo y rompe a llorar. “No quiso matar a los niños. Esa fue su condena y nuestra perdición. Lo encarcelar­on durante cinco largos años en una celda a oscuras y lo torturaron a diario con electrodos. Lo destrozaro­n por dentro y por fuera. Enloqueció de sufrimient­o”, explica emocionada la esposa de Mohamed, un policía sirio que un mal día recibió esa orden de sus mandos en el cuartel. Había que matar a los niños de otro clan. Y él no quiso. Se negó. Mohamed no mataba a niños. Pagó un alto precio por su desacato.

Ahora sufre convulsion­es espasmódic­as frecuentes y ataques de pánico. No habla, sólo emite sonidos guturales. Mantiene la cabeza gacha, el cuerpo encorvado, como encogido. Necesita ayuda para todo. Su mujer, que fue una modista de renombre en Damasco –confeccion­aba trajes de novia– retoma el hilo de su historia: “Vivimos un calvario. Al fin, pude vender todo lo que teníamos; la familia y los amigos me dieron lo que buenamente pudieron y con 10.000 dólares soborné a los policías que custodiaba­n la prisión. Esa misma noche, nos pusimos en marcha hacia Lesbos. Él y yo solos…”.

A Mohamed lo dejaron hecho una piltrafa, una caricatura de sí mismo. Ahora ni siquiera puede abandonar el pequeño habitáculo que ocupa en Moria porque si advirtiera la presencia de algún policía griego –cosa, por otra parte, de lo más normal– tendría un ataque de pánico. No piensan en el futuro. “Futuro, ¿qué futuro? Nosotros no tenemos futuro. Si acaso, seguir juntos… Y esperar. Quizá Europa se acuerde de nosotros algún día”, se lamenta. Y mirando a su marido, añade: “Si lo hubieras conocido de joven… Era tan guapo”.

La moral está por los suelos. De entre todos los rostros mohínos y caras carcomidas por el tedio, destaca la de una mujer, Mayuma N’Tumb, natural del Congo, que huyó de su país después de que el ejército entrara en la iglesia en la que rezaba disparando indiscrimi­nadamente. “Mataron a cuantas personas encontraro­n a su paso. Parecían drogados”, explica con la mirada perdida. “Asesinaron a mujeres, niños, ancianos… Se comportaba­n como si estuvieran locos”, dice envuelta en un mar de lágrimas.

Mientras, un joven afgano de nombre Alí tiene que ser asistido en la clínica-módulo de ‘Yo con ICO por Lesbos’ después de sufrir un ataque de ansiedad. Afuera, en el exterior, vomita, se moja el pelo y finalmente, toma asiento sobre unos maderos. Luz Carmona, de la oenegé Light Without Borders, pone su mano sobre su pecho y le transmite un extraño sosiego. El joven, que habla ocho idiomas, recuerda: “Hará cosa de un año fui separado de mi mujer y de mi hija en Turquía. Ya no supe más de ellas”. Su recuerdo pervive en su memoria y le atormenta. Se aferra a la esperanza de un posible reencuentr­o y el temor más que fundado a un desenlace trágico. La angustia marca sus horas.

Anochece en Lesbos. La tensión se masca en el ambiente. De repente, se enciende la chispa. Un grupo de árabes ataca a afganos y pakistaníe­s. La pelea es brutal. Interviene­n varios centenares de personas. Queman tiendas, aparecen los pinchos, alguna navaja… La policía griega no interviene; deja hacer hasta que la refriega finaliza. El paisaje es devastador. Ha habido cuatro muertos (cifra nunca confirmada oficialmen­te) y numerosos heridos… Al día siguiente, más de dos mil personas huirán del campo de Moria por temor a más ataques. Dormirán en el suelo, en las carreteras, bajo los olivos, en la playa… Para acabar volviendo al mismo sitio.

“Futuro, ¿qué futuro? Nosotros no tenemos futuro. Si acaso, seguir juntos… Y esperar”, se lamenta otra mujer siria

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R. GALINDO Historias de dolor Mohamed, expolicía sirio torturado por negarse a matar a niños, abrazado cariñosame­nte por su mujer (sobre estas líneas); a la izquierda, la congoleña Mayuma N’Tumb, y a la derecha, el afgano Alí (con la mano protectora de Luz Carmona, de la oenegé Light Without Borders) y el ghanés Mahmud, que quedó prácticame­nte ciego por una paliza. Arriba a la derecha, niños en el campamento de Moria.

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