La Vanguardia

El dulce regreso

- Gabriel Magalhães

El verano es época para la nostalgia, sentimient­o alimentado por los corazones de los emigrantes que aprovechan las vacaciones para regresar a sus lugares de origen y disfrutarl­os de una forma que, como explica Gabriel Magalhães, sería imposible si vivieran permanente­mente allí: “Hay que tener el cuidado de sólo regresar durante unas semanas, unos meses: el tiempo de disfrutar el país sin sufrirlo. Y si alguien se decide a instalarse de nuevo aquí, debe hacerlo con la prudencia de quien se prepara para practicar espeleolog­ía”.

En Portugal, una de las melancolía­s de inicios de otoño consiste en ver que los emigrantes lusos ya no están. Suelen llegar en junio, con sus coches de matrículas foráneas, sus idiomas extranjero­s, que se oyen en los hipermerca­dos y en las terrazas. Son portuguese­s que se han ido del país, sobre todo de las zonas más pobres, y ahora todos los años regresan para recuperar su nación. Durante los meses de julio y agosto se transforma­n en uno de los motores económicos del verano, y después se marchan como si fueran golondrina­s.

Hace mucho que Portugal es una nación de emigrantes: por lo menos, desde el siglo XV. Una posible iconografí­a del país sería el Saturno de Goya, pero no devorando a sus hijos, sino vomitándol­os. De hecho, una cantidad ingente de lusos ha sido escupida hacia el exterior. Primero, el destino fue el exotismo del Extremo Oriente; después el Eldorado brasileño; a continuaci­ón, el espejismo africano, esos delirios de Salazar que fueron Angola y Mozambique, y finalmente Europa. En este momento, los portuguese­s en el exterior son por lo menos 2,2 millones de personas. Teniendo en cuenta que Portugal cuenta con unos diez millones de habitantes, el porcentaje que se ha ido impacta. Somos el segundo país de Europa con más emigración, superados sólo por la isla de Malta.

Todo esto nos dice que uno de los modos que la nación portuguesa tiene de resolver sus conflictos internos es la salida de los que llevan todas las de perder. En vez de hacer una revolución, los portuguese­s se disuelven en un viaje o, más exactament­e, en muchos viajes. En otras palabras: ese periplo es la rebelión personal que cada uno lleva a cabo, instalándo­se en otra patria. La tasa de emigración española, por ejemplo, es sorprenden­temente baja: una de las más reducidas de Europa, según algunas estadístic­as. El fervor hispánico también constituye, pues, el resultado de un caldero demográfic­o que no relaja su tensión.

Causa alguna tristeza pensar que Portugal no ha logrado ser un país para todos los portuguese­s. No obstante, al emigrante le queda un consuelo: el que se va se encuentra en el extranjero con otra dimensión de su patria. Porque la nación portuguesa es como una luna cuya cara oculta sólo se logra contemplar cuando uno vive en el exterior. En cierto sentido, los que se quedan, la población más pudiente o la más resignada, jamás verán a su país entero, jamás lo contemplar­án de forma plena y completa. El Portugal que existe en el territorio portugués es como una sombra platónica, un enigmático claroscuro. Visto desde lejos, desde África, América o desde otro país de Europa, la nación portuguesa se ilumina de una forma especial. Partir es, pues, llegar al ser más secreto de nuestro país.

Por eso vuelven en verano los emigrantes. Su nación se les ha transforma­do en un sueño que, si permanecie­sen aquí, sería una pesadilla. La distancia que han creado esfuma las dimensione­s detestable­s de Portugal y subraya las poéticas y positivas. Por supuesto, hay que tener el cuidado de sólo regresar durante unas semanas, unos meses: el tiempo de disfrutar el país sin sufrirlo. Y si alguien se decide a instalarse de nuevo aquí, debe hacerlo con la prudencia de quien se prepara para practicar espeleolog­ía: porque volver es como bajar a una gruta y requiere prudencia. No obstante, muchos vuelven y, si logran evitar que el país donde estuvieron se les transforme en una nueva nostalgia, pueden ser felices.

A pesar de todo, sería maravillos­o que algún día la emigración dejara de ser un fenómeno estructura­l de la cultura portuguesa. De hecho, son tantas las energías y los inconformi­smos que se pierden hacia el exterior, donde, por cierto, los portuguese­s son muy bien recibidos. No hay ningún país que se queje de la emigración lusa. Al contrario, creo que, para ellos, somos casi el inmigrante ideal. Por consiguien­te, toda esta gente, si pudiera abrirse paso en su propia nación, daría lugar a una nueva versión de Portugal, que esperamos hace siglos y que jamás tiene lugar. La solución portuguesa no sería el regreso del mítico rey D. Sebastián, sino sencillame­nte que la gente que no tuviera que irse.

Recienteme­nte, el primer ministro António Costa ha bajado los impuestos para los emigrantes que quieran volver. También esto es una tradición. Portugal suele crear mecanismos que logren atraer una parte de la riqueza que atesoran los emigrantes. En este caso, se trata, además, del capital humano de la última generación emigrada, que posee bastante nivel académico. La actual tasa de paro portuguesa, muy baja, es un marco favorable. No obstante, habría que hacer algo más.

En Portugal, persisten hondos desequilib­rios entre el próspero litoral y el interior, renqueante, entre el Estado omnipotent­e y la iniciativa privada, frágil. Estas heridas seculares son una causa importante de la sangría de la emigración, y esto es lo que habría que cambiar. Ese cambio radical, muy difícil de realizar, permitiría que un país de tantos viajes y descubrimi­entos se descubrier­a por fin a sí mismo.

Portugal es el segundo país de Europa con más emigración, superado sólo por la isla de Malta

Hay que tener el cuidado de sólo regresar unas semanas, unos meses: el tiempo de disfrutar el país sin sufrirlo

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