Maccarthismo y trumpismo
Algunos analistas se preguntan si hubo algún periodo en la historia reciente de Estados Unidos en el que las libertades corrieran tanto peligro y los ataques a la democracia liberal fueran tan acusados como en el actual, el marcado por la presencia de Donald Trump en la Casa Blanca. Y muchos de ellos consideran que, salvando las considerables distancias, el país vivió un fenómeno similar hace unos setenta años, en el periodo de histeria anticomunista conocido como maccarthismo.
El nombre se debe a un hasta entonces oscuro senador por Wisconsin, Joseph R. McCarthy, quien, preocupado por encontrar un tema que le allanara el camino a la reelección, se sacó de la manga en febrero de 1950 una lista de presuntos comunistas que estaban empleados en el Departamento de Estado, el equivalente estadounidense a nuestro Ministerio de Asuntos Exteriores. Obviamente, McCarthy no operó en el vacío, el clima anticomunista estaba muy vivo en el país por una guerra, la de Corea, cuya victoria se resistía al ejército norteamericano, y por el acceso de la Unión Soviética a la bomba atómica.
Era además una época, la denominada de la guerra fría, en la que no estaba garantizada la supremacía económica de los sistemas de libre mercado sobre los sistemas de planificación centralizada y de propiedad pública de los medios de producción. El maccarthismo, que se caracterizó fundamentalmente por las acusaciones sin pruebas de subversión y traición en un clima de desconfianza generalizada y de fomento de la delación, arruinó centenares de reputaciones, acabó con muchísimas posiciones profesionales, especialmente en el sector cinematográfico. Y propició no pocos suicidios.
Sus propios excesos le llevaron a su desaparición, ya que el senador McCarthy, al frente de un comité de investigación en el Senado, se entregó a tal orgía demagógica de destrucción de reputaciones que la gran mayoría del pueblo estadounidense, que seguía las audiencias por televisión, acabó repelida por tan bochornoso espectáculo. Entre los ayudantes de McCarthy destacó un astuto abogado neoyorquino llamado Roy Cohn, que muchos años después asesoraría a un joven y ambicioso empresario inmobiliario llamado Donald Trump. Censurado por sus colegas del Senado, McCarthy se sumió en el alcoholismo y murió en 1957, con apenas 48 años.
La historia ha sido muy dura con el maccarthismo, especialmente por sus métodos y multitud de denuncias infundadas, aunque hace apenas unos años algunos historiadores han defendido parcialmente su actuación, en un doble sentido: que es cierto que la Unión Soviética accedió al armamento nuclear gracias al espionaje y no a la investigación propia, y que fue asimismo verdad que hubo algunos comunistas infiltrados en las altas esferas del Gobierno de Washington, aunque ni fueron tan poderosos ni tan numerosos como denunció McCarthy.
En mi modesta opinión, el trumpismo es mucho más peligroso que el maccarthismo, porque se inscribe en un mundo globalizado que recela cada vez más de las libertades democráticas y que parece encontrarse cada vez más cómodo con presuntas soluciones de corte autoritario, sean las de la Rusia de Putin o las de la Turquía de Erdogan. Aún no sabemos cómo gobernará López Obrador en México y, eventualmente, Bolsonaro en Brasil, pero no es sintomático que ante problemas aparentemente intratables de corrupción y violencia, las dos democracias más populosas de Iberoamérica se inclinen por el populismo, de izquierdas o derechas.
Es evidente que la democracia estadounidense genera y seguirá generando autodefensas ante los peores excesos del trumpismo, y no está claro que el Partido Republicano siga abducido por el populismo y la intolerancia en el caso de un eventual revés electoral, por ejemplo en las elecciones legislativas del próximo 6 de noviembre. Pero todo lo que parezca o se presente como conspiraciones de las élites de Washington –el llamado Deep State– contra el sufrido trabajador norteamericano blanco y sin estudios superiores, seguirá alimentando a la fiera.