Víctimas y vampiros
Hacerse la víctima sigue siendo el recurso más fácil –y barato– para intentar ganar, cuando los argumentos fallan, una discusión. He ahí un claro síntoma del envejecimiento de la cultura de la queja. Concediendo primacía informativa a los que protestaban de manera llamativa, los medios de comunicación popularizaron la queja. Al declinar el periodismo de investigación (por demasiado caro o por el suplemento de trabajo que exige), la información sobre las irregularidades, abusos e injusticias quedó en manos de los afectados. A partir de entonces, organizar una sonora protesta aseguró el protagonismo. Muchas de las quejas están perfectamente justificadas, pero inevitablemente eclipsan aquellos problemas e injusticias que, por carecer de fuerza o sentido del espectáculo, no consiguen atraer cámaras y micrófonos.
El caso es que el mecanismo acción-reacción (protesta y atención mediática consiguiente) se convirtió en el único mecanismo periodístico para detectar problemas. Al popularizarse, esta tendencia favoreció un peculiar comportamiento social: quien conseguía presentarse como víctima, obtenía automáticamente el respeto, el reconocimiento y, a menudo, la reparación de la sociedad.
No es siempre perverso, el mecanismo. Muchos colectivos históricamente ultrajados o marginados han obtenido atención y respetabilidad gracias a su capacidad de propagar los males a que están sometidos. Las mujeres, los homosexuales y los niños son hoy colectivos menos en riesgo que ayer. Han obtenido una protección ambiental incuestionable, a pesar de que no han desaparecido los sufrimientos o la discriminación que sufren. Otros colectivos no están en condiciones de quejarse directamente, pero lo hacen sus defensores: los migrantes, por ejemplo, o los desahuciados. Son colectivos muy vulnerables, pero más lo serían sin el apoyo de asociaciones que los recogen en alta mar, pleitean por los derechos humanos o desafían a los oficiales del juzgado en un desahucio.
Otros colectivos, en cambio, han salido perdiendo. Los catalanohablantes, por ejemplo. La queja de años atrás por la situación del catalán, perseguido durante siglos, ha sido sustituida mediáticamente por la queja de los castellanohablantes contra el supuesto daño que les causa hoy en día la oficialidad del catalán. Un supuesto victimismo ha sido eclipsado por otro. El resultado es un lío de relatos, una suma de polémicas, un totum revolutum que hace imposible la comprensión del problema. No me propongo agotar en este artículo el análisis del fenómeno de las lenguas en contacto (lo he intentado en otros papeles). Si lo traigo ahora a colación es para testimoniar, con un ejemplo lacerante, que, en el turbulento territorio de la queja, la etiqueta de víctima puede ser muy baqueteada; e incluso substituida por la de verdugo. ¿A quién beneficia tal confusión? Es evidente que al más fuerte. Divide et impera. El polvo de la batalla entre víctimas impide el cuestionamiento del dominio.
Otra consecuencia de la confusión de quejas y de la generalización del victimismo es la banalización del sufrimiento real de los oprimidos. Puesto que todo el mundo es víctima, nadie lo es realmente. En Francia se habla estos días de un caso que ejemplifica perfectamente el estatus superior de la víctima, así como la tendencia general a la mentira y a las noticias falsas. Alexandra Damien ha sido condenada a unos meses de prisión por haber “defraudado la solidaridad nacional y haber vampirizado el sufrimiento de las víctimas” del atentado yihadista de París de noviembre del 2015.
El caso es similar al de aquella barcelonesa que se hizo pasar por víctima neoyorquina del 11-S. A Alexandra no le bastó con cobrar 20.000 euros de indemnización, obtener una pasantía y aprovecharse del regalo terapéutico de una estancia hotelera en Normandía. Necesitó ir más allá. Coronada con una cinta de flores, se hizo muy popular entre los periodistas. Como heroína del sacrificio o virgen del dolor presidió el altar de las víctimas del atentado. Se tatuó en un brazo, sobre una cicatriz causada supuestamente por una ráfaga de kalashnikov, el escudo de armas de París, con el lema “Fluctuat nec mergitur” que apela a la metáfora náutica de la ciudad (al parecer, originada por el antiguo comercio fluvial por el Sena). “Aunque batida por las olas, la nave no se hunde”.
Con este lema brioso y esperanzador, con el encanto de una juventud espléndida y atractiva, Alexandra fue incluso inmortalizada por un fotógrafo profesional exhibiendo el tatuaje. Después, por culpa de unas contradicciones, fue denunciada y reconoció la culpa. Su abogado defensor, durante el juicio, describió perfectamente el poder fascinante que tiene hoy en día convertirse en víctima: “El estatus de la víctima, le pareció una especie de refugio o de escondite protegido por las instituciones, una especie de reconocimiento, de dulzura”. En efecto, es tan dulce aparecer como víctima en el escenográfico altar mediático, que ya nadie valora el discreto esfuerzo y el dolor anónimo y común de cada día. Damien muestra su tatuaje en el brazo con el escudo de París
Como heroína del sacrificio o virgen del dolor, Alexandra Damien presidió el altar de las víctimas del atentado