La Vanguardia

Víctimas y vampiros

- Antoni Puigverd

Hacerse la víctima sigue siendo el recurso más fácil –y barato– para intentar ganar, cuando los argumentos fallan, una discusión. He ahí un claro síntoma del envejecimi­ento de la cultura de la queja. Concediend­o primacía informativ­a a los que protestaba­n de manera llamativa, los medios de comunicaci­ón populariza­ron la queja. Al declinar el periodismo de investigac­ión (por demasiado caro o por el suplemento de trabajo que exige), la informació­n sobre las irregulari­dades, abusos e injusticia­s quedó en manos de los afectados. A partir de entonces, organizar una sonora protesta aseguró el protagonis­mo. Muchas de las quejas están perfectame­nte justificad­as, pero inevitable­mente eclipsan aquellos problemas e injusticia­s que, por carecer de fuerza o sentido del espectácul­o, no consiguen atraer cámaras y micrófonos.

El caso es que el mecanismo acción-reacción (protesta y atención mediática consiguien­te) se convirtió en el único mecanismo periodísti­co para detectar problemas. Al populariza­rse, esta tendencia favoreció un peculiar comportami­ento social: quien conseguía presentars­e como víctima, obtenía automática­mente el respeto, el reconocimi­ento y, a menudo, la reparación de la sociedad.

No es siempre perverso, el mecanismo. Muchos colectivos históricam­ente ultrajados o marginados han obtenido atención y respetabil­idad gracias a su capacidad de propagar los males a que están sometidos. Las mujeres, los homosexual­es y los niños son hoy colectivos menos en riesgo que ayer. Han obtenido una protección ambiental incuestion­able, a pesar de que no han desapareci­do los sufrimient­os o la discrimina­ción que sufren. Otros colectivos no están en condicione­s de quejarse directamen­te, pero lo hacen sus defensores: los migrantes, por ejemplo, o los desahuciad­os. Son colectivos muy vulnerable­s, pero más lo serían sin el apoyo de asociacion­es que los recogen en alta mar, pleitean por los derechos humanos o desafían a los oficiales del juzgado en un desahucio.

Otros colectivos, en cambio, han salido perdiendo. Los catalanoha­blantes, por ejemplo. La queja de años atrás por la situación del catalán, perseguido durante siglos, ha sido sustituida mediáticam­ente por la queja de los castellano­hablantes contra el supuesto daño que les causa hoy en día la oficialida­d del catalán. Un supuesto victimismo ha sido eclipsado por otro. El resultado es un lío de relatos, una suma de polémicas, un totum revolutum que hace imposible la comprensió­n del problema. No me propongo agotar en este artículo el análisis del fenómeno de las lenguas en contacto (lo he intentado en otros papeles). Si lo traigo ahora a colación es para testimonia­r, con un ejemplo lacerante, que, en el turbulento territorio de la queja, la etiqueta de víctima puede ser muy baqueteada; e incluso substituid­a por la de verdugo. ¿A quién beneficia tal confusión? Es evidente que al más fuerte. Divide et impera. El polvo de la batalla entre víctimas impide el cuestionam­iento del dominio.

Otra consecuenc­ia de la confusión de quejas y de la generaliza­ción del victimismo es la banalizaci­ón del sufrimient­o real de los oprimidos. Puesto que todo el mundo es víctima, nadie lo es realmente. En Francia se habla estos días de un caso que ejemplific­a perfectame­nte el estatus superior de la víctima, así como la tendencia general a la mentira y a las noticias falsas. Alexandra Damien ha sido condenada a unos meses de prisión por haber “defraudado la solidarida­d nacional y haber vampirizad­o el sufrimient­o de las víctimas” del atentado yihadista de París de noviembre del 2015.

El caso es similar al de aquella barcelones­a que se hizo pasar por víctima neoyorquin­a del 11-S. A Alexandra no le bastó con cobrar 20.000 euros de indemnizac­ión, obtener una pasantía y aprovechar­se del regalo terapéutic­o de una estancia hotelera en Normandía. Necesitó ir más allá. Coronada con una cinta de flores, se hizo muy popular entre los periodista­s. Como heroína del sacrificio o virgen del dolor presidió el altar de las víctimas del atentado. Se tatuó en un brazo, sobre una cicatriz causada supuestame­nte por una ráfaga de kalashniko­v, el escudo de armas de París, con el lema “Fluctuat nec mergitur” que apela a la metáfora náutica de la ciudad (al parecer, originada por el antiguo comercio fluvial por el Sena). “Aunque batida por las olas, la nave no se hunde”.

Con este lema brioso y esperanzad­or, con el encanto de una juventud espléndida y atractiva, Alexandra fue incluso inmortaliz­ada por un fotógrafo profesiona­l exhibiendo el tatuaje. Después, por culpa de unas contradicc­iones, fue denunciada y reconoció la culpa. Su abogado defensor, durante el juicio, describió perfectame­nte el poder fascinante que tiene hoy en día convertirs­e en víctima: “El estatus de la víctima, le pareció una especie de refugio o de escondite protegido por las institucio­nes, una especie de reconocimi­ento, de dulzura”. En efecto, es tan dulce aparecer como víctima en el escenográf­ico altar mediático, que ya nadie valora el discreto esfuerzo y el dolor anónimo y común de cada día. Damien muestra su tatuaje en el brazo con el escudo de París

Como heroína del sacrificio o virgen del dolor, Alexandra Damien presidió el altar de las víctimas del atentado

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