La Vanguardia

El horror

- Daniel Fernández

El horror, el horror!” es la frase inmortal de Kurtz en El corazón de las tinieblas, de Joseph Conrad. Creo que toda una generación la recordamos también en boca de Marlon Brando en Apocalypse now de Coppola, justo antes de caer asesinado. Y sobre esa novela corta o cuento largo de Conrad se ha dicho a menudo que es una metáfora de la colonizaci­ón, centrada en la explotació­n del Congo por los belgas. Pero es más, mucho más, porque en ese relato está la esencia del hombre y su deshumaniz­ación, la crueldad humana, la barbarie, enfrentada a la no sé si necesaria lucha por la superviven­cia de la naturaleza. A veces uno se encuentra de bruces con eso, el horror, que nos hace y define como humanos. Auschwitz, por supuesto, las cámaras de gas, los campos de trabajo y muerte, las violacione­s sistemátic­as de mujeres, los genocidios, la tortura por la tortura, con su dosis de placer sádico, con toda su violencia. El horror tiene múltiples formas. Miembros amputados, gente quemada vida, desposeída de todo, hasta de la última dignidad ante la muerte. Y lo peor es que nos hemos ido acostumbra­ndo. Hemos visto, en televisión y en los periódicos, a niños soldado sonriendo mientras cometían atrocidade­s inimaginab­les y hemos visto a mujeres sometidas a los más espantosos suplicios y destinos. Y hemos seguido almorzando, o hemos cambiado de canal, de tema… Mientras tanto, las películas retuercen el horror y nos muestran sádicos directores de hotel o asesinos en serie que planean cómo mutilar, cómo hacer sufrir, cómo extraer lenguas, ojos, vísceras, genitales… Todo, al final, semeja un espectácul­o macabro, algo que no es más que utillería, cartón piedra, sangre de mentira, efectos especiales.

Y de repente, y pese a la coraza de años e imágenes, algo te conmueve. Puede ser un periodista asesinado en el consulado del que fue su país. Más todavía cuando lees que empezaron a trocearlo en vida, dedo a dedo primero, mientras el verdugo profesiona­l, médico del foro, escuchaba música a través de unos auriculare­s para, tal vez, no tener que oír cómo chillaba su víctima que en versión piadosa con nosotros mismos deseamos estuviera drogada, inconscien­te, ya muerta, qué se yo…

Sabíamos que en Arabia Saudí se amputaban manos. Sabíamos de sus costumbres rigurosas y extremas, los hombres con thawb y ghutra, las mujeres con abaya y niqab, hemos visto sus tradicione­s beduinas, la danza de las espadas, con su mezcla de belleza e intimidaci­ón, pero esta vez la modernidad, un consulado, un avión, un disidente que escribe en el

Washington Post, han confluido con la brutalidad de un suplicio medieval en una escena de espanto aberrante. El horror, desde luego, el horror. Y no importa ya demasiado la muerte abominable de Khashoggi, lo que importa es que ya no podemos mirar hacia otro lado, porque de alguna manera somos todos espectador­es y cómplices silentes de un asesinato que, esta vez sí, ha tenido más publicidad, más repercusió­n, pero que sólo nos demuestra el horror que habita nuestras vidas y que mora en nuestro sólo aparenteme­nte civilizado mundo.

No importa ya demasiado la muerte abominable de Khashoggi, lo que importa es que ya no podemos mirar hacia otro lado

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