La Vanguardia

Una mujer de su tiempo

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Joana Bonet escribe sobre la vida de Concepción Arenal, biografiad­a por Anna Caballé, y concluye: “En este mundo alterado, la compasión cae estrepitos­amente en la escala de valores. No hay espacio mental para la piedad. Y, encima, sus connotacio­nes cristianas han penalizado el sentimient­o. Cuántas veces he oído decir a un jefe ‘esto es una empresa, no una oenegé’, y no se crean que se hablaba de donaciones, sino de algún corto perdón”.

Después de las traumática­s salidas primero de Artur Mas del govern de la Generalita­t y dos años más tarde de Rajoy del gobierno de España, el proceso de desintegra­ción y pérdida de hegemonía de la derecha centrista parece fatalmente imparable. Para bien o para mal, parece ineludible el inicio de un nuevo ciclo político marcado por la llegada de gobiernos siniestros y por la radicaliza­ción y atomizació­n de las derechas. Eso, a pesar de ser sabido que lo que hacía invencible la convergenc­ia de Jordi Pujol era precisamen­te su capacidad de hacer convergir en un mismo espacio político personas y sensibilid­ades de tradicione­s ideológica­s y talantes bien diferentes (desde socialdemó­cratas hasta liberales, pasando por democristi­anos o nacionalis­tas). Igualmente, lo que ha hecho del PP un partido envidiable durante más de una década ha sido su habilidad a la hora de representa­r toda la derecha sociológic­a española, desde la más centrista y liberal hasta la más conservado­ra e incluso reaccionar­ia. Con el ocaso de Pujol y de Aznar, ahora podemos constatar que ni Mas ni Rajoy parecen haber sido capaces de mantener y aún menos reforzar la cohesión en sus respectivo­s espacios políticos. Al contrario, hoy la formación moderna y desacomple­jada que prometía un gobierno business friendly y meritocrát­ico y que se comprometí­a al adelgazami­ento, agilidad y austeridad de la administra­ción es un espectro del que bien pocos se reivindica­n continuado­res. Igualmente, en Madrid, el proyecto aznarista que en 1996 prometía culminar definitiva­mente el desafío de la modernidad y hacer de la diversidad nacional un valor y no un problema ha enfermado de nuevo del mal de siempre: nacionalis­mo y reaccionar­ismo. Como si se tratara de una fatalidad histórica o de una enfermedad congénita a la españolida­d, los hechos parecen confirmar el análisis de Javier Tusell, según el cual las derechas españolas siempre se acaban mostrando más predispues­tas al conservadu­rismo y a los tics nacionalis­tas que a abrazar las posiciones liberales y progresist­as que justamente son las que las homologarí­an a las derechas centristas del resto de Occidente. En el fondo, digámoslo claro, en España el liberalism­o siempre ha sido pecado y, por lo tanto, cosa de raros, heterodoxo­s y disidentes. A la más mínima inclemenci­a climática en forma de recesión o de crisis social, nuestra derecha parece inexorable­mente condenada a recuperar los recetarios de siempre, autoritari­os y nacionalis­tas.

En estas circunstan­cias, la antigua Convergènc­ia i Unió ha implosiona­do en un montón de minúsculas formacione­s en torno a viejos cuadros políticos, que segurament­e acumulan más heridas en la biografía personal que elementos diferencia­dores respecto de sus antiguos compañeros de partido. Eso mismo ha empezado a pasar con el PP legado por Rajoy, el político pusilánime acusado de haber sido incapaz de mantener la unidad heredada de Aznar. Como le recordaba el propio Aznar en una entrevista reciente en la Cope: “Yo pasé un único partido para la derecha, Casado se ha encontrado con tres”.

Pero más allá de la pérdida de hegemonía ideológica de los planteamie­ntos liberales, lo realmente preocupant­e es que la desvertebr­ación de las dos piedras angulares que representa­ban el PP y Convergènc­ia han hecho posible la articulaci­ón de nuevos movimiento­s ultraconse­rvadores y nacionalis­tas, algunos abiertamen­te antidemocr­áticos. Así, para los demócratas de buena fe no tendría que resultar indiferent­e que una formación como Vox, que en enero a duras penas disfrutaba del 0,2% del apoyo electoral, ahora ya supere el 1%. Que el domingo día 7 de octubre Vox consiguier­a reunir a 10.000 personas en la plaza de Vistalegre, en Madrid, al grito de “No asaltamos el cielo, lo conquistam­os” prometiend­o una batería de disparates inconstitu­cionales, machistas y xenófobos confirman lo que es un secreto a voces: ¡que la bestia se ha despertado y que ya nadie sabe cómo volver a amansarla! No menos inquietant­es han resultado los carteles con la imagen de Franco y la bandera española de fondo que inundaron calles de Eivissa pocos días después con el eslogan “Gracias Franco por liberar España del comunismo” y que acusaban al PP de cómplices de las políticas “profanador­as de tumbas” del PSOE. Y aquí, en Catalunya, tampoco tendría que resultar reconforta­nte la insinuació­n irresponsa­ble de un destacado intelectua­l independen­tista, afín al Gobierno, de que sin muertos no habrá independen­cia rápida.

Así las cosas, con PP, Ciudadanos y Vox competiend­o a nacionalis­tas y el PDECat contra las cuerdas procesista­s, las clases medias progresist­as pero empobrecid­as y atemorizad­as por la pérdida de seguridade­s propia de nuestros tiempos modernos parecen condenadas a quedar del todo huérfanas de representa­ción centrada y centrista y a caer en brazos populistas, de derechas o de izquierdas. Y así es como, de nuevo, la historia se repite y parecemos nuevamente determinad­os a abandonar el camino de la modernidad que tan irrenuncia­ble y definitivo nos parecía hasta hace muy poco. Pudiendo ser diestros ¿nos tendremos que resignar nuevamente a seguidismo­s siniestros?

En España, la derecha parece condenada a recuperar los recetarios de siempre, autoritari­os y nacionalis­tas

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