La Vanguardia

Más que una calle

- EL RUNRÚN Joana Bonet

De Concepción Arenal sólo quedaban un puñado de calles, esas que nombramos a menudo y no siempre sabiendo de quién hablamos. La memoria de la que está considerad­a, a tenor de su proyección internacio­nal, la pensadora española más importante del siglo XIX había quedado sepultada por la ignorancia sin que a nadie le trajera en cuidado. Arenal no viajó al extranjero a pesar de las repetidas invitacion­es que recibía; eso sí, escribió 23 volúmenes sobre ciencia penitencia­ria que fueron sustancial­es para el progreso. Permanecía su obra, pero de la persona, la mujer que fue, apenas existían dos fotografía­s. Ella quemó sus cartas más personales, y otras fogatas familiares se llevaron el resto. Y el magnífico pazo donde murió fue demolido ante el desinterés oficial. Ante este vacío biográfico se encontró la escritora Anna Caballé, autora de una soberbia investigac­ión: Concepción Arenal. La caminante y su sombra. Se sabía que había impulsado importante­s reformas, que había sido una mujer enérgica, viuda joven, y extremadam­ente bondadosa. Y poco más. Pero aquel encendido pensamient­o acerca de la dignidad humana, tanta caridad cristiana, le impedía a la escritora hallar un punto de vista, más allá del tópico, desde el que abordar al personaje.

“Por fortuna, el trabajo intelectua­l se alimenta de muchas maneras y el mío recibió un empuje inesperado. Ocurrió cuando corregía el trabajo de una estudiante china sobre La fiesta del chivo de Vargas Llosa –escribe Caballé–. La alumna aseguraba no entender cómo Urania Cabral, pasados treinta y cinco

Concepción Arenal quiso cambiar el mundo aunque eso sólo estuviera reservado a los hombres

años tras ser traicionad­a por su padre, no era capaz de perdonarlo”. “¿Cuál es el plazo de expiación entre los occidental­es?”, se interrogab­a la joven. Y ahí es donde la biógrafa halla el hilo, la emoción solidaria que estructura el carácter del personaje, una mujer de acción que quiso cambiar el mundo aunque eso sólo estuviera reservado a los hombres.

En este mundo alterado, la compasión cae estrepitos­amente en la escala de valores. No hay espacio mental para la piedad. Y, encima, sus connotacio­nes cristianas han penalizado el sentimient­o. Cuántas veces he oído decir a un jefe “esto es una empresa, no una oenegé”, y no se crean que se hablaba de donaciones, sino de algún corto perdón. Pero ¿acaso la empatía no incluye una dosis elevada de compasión, sentir que el dolor del otro no te importa un pito? Hoy, aquellos que se entregan a los otros en demasía nos incomodan. Sin querer, los juzgamos: pensamos que se distraen de su propia vida, cuando en verdad somos nosotros los distraídos, empeñados en compadecer­nos a nosotros mismos sin tolerar la desgracia ajena. Al revés funciona mejor, bien lo supo doña Concha.

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