Titánicos
El mexicano José Vasconcelos, elucubrando sobre un futuro esplendoroso de una humanidad destinada a hacer grandes cosas, había especulado en un ensayo de los años veinte sobre una futura “raza cósmica”, superior. Y Eugenio d’Ors, comentándolo en una glosa de posguerra, ironiza que los precursores de esta colosal especie del futuro serían las pintorescas individualidades “a quienes una vocación preocupada de personal grandeza lleva a las concepciones, escenarios y tentativas del más amplio alcance, harto precozmente por lo común y sin ninguna timidez al encararse con las exigencias de la historia. La ecumenicidad y la inmortalidad tientan a estos hombres; su decidido amor a la gloria ha dado alguna vez paso a su fortuna, bien que otras les haya conducido a la miseria y en ella mantenido...”,
El que fue Xènius, también él tan dibujante de grandes panorámicas sobre el papel, pone entre los personajes clasificables dentro del cedulario de esta tartarinesca “raza cósmica” al hijo de Portbou Frederic Marès, escultor y, aunque D’Ors no lo remarca , obsesivo coleccionista. Y al general Prim, “tal como un Napoleón de estampa”. Y a Gaudí, que “se puso denodadamente a tratar de tu a toda la historia universal del arte”. Y al anarquista Montseny, también hijo del Baix Camp, que eligió como seudónimo nada menos que Urales. Y Josep Pijoan, que “desde los Canadás más remotos no escribe sino historias del mundo o sumas de las artes”.
Pero aun habiendo remarcado que es en el Empordà, y en Reus, donde más se han dado este tipo de febricitantes “singulares anecdóticos” (por decirlo a la manera del modernista
Los humanos, que a veces nos soñamos como titanes, nos distinguimos también por la capacidad de proyectar
reusense Plàcid Vidal), D’Ors se deja en el posible listado al visionario figuerense Alexandre Deulofeu, el intérprete de la matemática de la historia. O a aquel otro tocado por la tramontana que es el heterodoxo Diego Ruiz, que con dieciséis años escribe su primera obra con el aparatoso título de El origen del sistema planetario y sus consecuencias desde el punto de vista filosófico (1897).
Y también se deja a Carles Fages de Climent, que habría podido entrar por méritos propios en la lista de los programadores de grandes proyectos a menudo acabados en nada. Del mismo modo que el protagonista de Jo!, memòries d’un metge-filòsof, de quien dice Bertrana que “tenía vastísimos planes de obras capitales de un carácter médico-filosófico”, pero que ya tenía bastante con sólo anunciarlas, Fages hace listas de libros que quisiera poder acometer o terminar, y les pone título, pero no siempre los remata. Y así le quedan montones de papeles inéditos que ahora que se conmemoran los cincuenta años del traspaso del escritor parece que existe el propósito de ir editando.
Los humanos, que a veces nos soñamos como titanes, nos distinguimos también por la capacidad de proyectar. ¿Qué sería del mundo sin las grandes visiones prospectivas que ahora parecen haber desaparecido en el mar del pragmatismo?