La odisea de un humanista pesimista
El CCCB recorre toda la filmografía de Stanley Kubrick en una exposición que incluye materiales inéditos
Durante el rodaje de Espartaco (1960), Stanley Kubrick dispuso con precisión milimétrica la posición de cada uno de los cadáveres de los esclavos apilados en el campo de batalla, para lo cual numeró a cada uno de los 300 extras con un cartel y les dio instrucciones precisas. Desde luego, el cineasta norteamericano (Nueva York, 1928-1999) se ganó a pulso los calificativos de genio “obsesivo” por su desmesurada atención al detalle, su inquebrantable voluntad de crear universos propios regidos por la perfección, pero detrás de sus doce películas emerge un creador “comprometido” y “tremendamente compasivo” frente a “la vanidad, la fragilidad
Primeros pasos.
y las tendencias autodestructivas del ser humano”, en palabras de Jan Harlan, cuñado y productor ejecutivo del cineasta desde 1975.
Harlan y Christiane Kubrick, la viuda del director de Lolita o La naranja mecánica, se encuentran en el origen de una exposición impulsada por el Deutsches Filmmuseum de Frankfurt que lleva más de una década dando vueltas por el mundo (Los Ángeles, Ciudad de México, París o Seúl) y que ahora llega al CCCB de Barcelona coincidiendo con el cincuenta aniversario de 2001: Un odisea en el espacio. La muestra se nutre de las toneladas de documentación que conservó religiosamente Christiane en Hertfordshire Manor, la finca próxima a Londres donde pasó las últimas décadas de su vida. Un mansión de cuatro pisos y 140 habitaciones, rodeada por siete edificios en los que albergó a su familia y empleados, y que acabó abigarrando con sus cosas. “En esta casa, no buscamos agujas, buscamos pajares”, bromeaba su viuda. Lo recordaba ayer el escritor y crítico de cine Jordi Costa, que en la etapa barcelonesa de la muestra se suma al equipo curatorial incorporando contenidos inéditos de 2001: una odisea del espacio. O una instalación audiovisual de Manuel Huerga que, ya en el arranque del recorrido, frente a su silla de director, echa por tierra la leyenda de Kubrick misántropo alimentada por su renuencia a las entrevistas (odiaba hablar con periodistas para no estropear la sorpresa y el impacto de sus películas), para mostrar a “un creador comprometido con lo que hace, que cree que el cine puede estar a la altura de la gran literatura, el gran arte o la gran filosofía, y en esa profun- didad había un enorme placer”.
La exposición funciona como un gigantesco flashback, llevando al visitante desde sus días de aprendizaje como fotógrafo de la revista Look (“si hubiese ido a la universidad, nunca me habría convertido en director”, recono- cería después) y sus primeros documentales (en los que pone su mirada en la figura del boxeador Walter Cartier o en un sacerdote de Nuevo México que se desplaza en avioneta para atender a su enorme parroquia) hasta sus películas inconclusas, como Napoleón, ambicioso proyecto para el que solicitó a un estudio de Hollywood más de 100.000 extras y a la NASA un parte meteorológico del tiempo que hacía en Waterloo el día de la batalla. Hay cartas de quejas y memorandos, presupuestos de producción, los storyboards de Barry Lyndon, los vestidos de las hermanas gemelas y el hacha de Jack Torrance de El resplandor o el traje y el bastón de Alex y los siniestros maniquíes de mujeres desnudas de La naranja mecánica.
Cada película tiene habitación propia, excepto El beso del asesino y Atraco perfecto, que comparten estancia y género, dos entregas magistrales de cine negro de un director que decía sentir “rara debilidad por los criminales y los artistas: ni los unos ni los otros se toman la vida tal como es”. Su incursión en el cine político con
Senderos de gloria y el monumental péplum Espartaco, rodado en parte en España y sobre el que se cebó la censura, que suprimió durante años una escena en la que Laurence Olivier trata de seducir a Tony Curtis preguntándole si le gustan las ostras y los caracoles...
Eyes wide shut...
“Lo bueno de la exposición es que sus películas siguen ahí, agrandándose a medida que pasa el tiempo”, señala Costa, que define al cineasta como un “humanista pesimista”. Harlan le da la razón: “Era muy escéptico, pensaba que la humanidad desaparecería y me temo que no se equivocaba. Pero tenía esperanza”.