¿Y cuándo se jodió todo?
Todo se jodió el día en que le deslumbró el fogonazo. Desde entonces cada noche, desde hacía cuatro meses, los fantasmas venían a susurrarle cosas horribles. Le recordaban que se había equivocado: jamás debía haber aceptado aquel trabajo. Aquel error iba a pagarlo. Los demonios le decían que sus días estaban contados. Eran experiencias terribles: en la noche, aquel pobre hombre pataleaba. Vociferaba, empapaba las sábanas.
–¿Quién me mandaría? –se decía–. ¡Maldito fogonazo!
Amedrentado, prefería mantenerse despierto. Pretendía así sortear los fantasmas.
Agotado por la falta de sueño, deambulaba de día. Las ideas ya no fluían. Se le embotaba la mente, no atinaba con las soluciones, el laberinto le superaba.
Le envolvió una cadena de infortunios, a cuál peor. Primero llegaron los accesos de ansiedad. Se derrumbó en público. Lloró en el atrio, cuando se dirigía a los feligreses, exhibiendo sus debilidades. Fue un error: le abrió las puertas a quienes le tenían ganas. –El líder llora.
–Jajajaja.
Luego se le descompuso el rictus, ahora un rostro contraído, denunciado por los tics nerviosos y las voces que profería hacia aquí y hacia allá, sin ton ni son, también sin convicción. Cuando le preguntaban, contestaba con evasivas:
–No pasa nada, no me preocupa mi entorno.
Para entonces ya estaba solo. Desde hacía meses, en realidad desde el primer día, le habían acechado las sombras. A ciencia cierta, nunca había
Primero llegaron los ataques de ansiedad: lloró ante todos, en el atrio; luego se le descompuso el rictus
sabido a qué jugaba.
Nunca.
Así que en uno de sus últimos instantes de lucidez, al alumbrarse, entendió que iba tarde:
–¿Cómo no lo vi antes? –se decía en una de aquellas noches en vela–. Si nadie había querido el puesto, si los cabecillas del proyecto han abandonado el barco, ¿por qué demonios había tenido yo que aceptar este rol? Resignado, aceptó su destino. Entendió que vendrían a por él. Tenía claro, incluso, cuándo aquello iba a ocurrir.
Asumida esa realidad, quiso mantener las maneras. No cargó contra nadie, no esparció las culpas. Se tragó sus palabras, sus pensamientos. Se resistió a admitir que había caído en la trampa.
Esperó su destino sentado en el despacho. Cuando llamaron a su puerta, recogió las cajas y salió. Lo hizo a tientas, palpando las paredes.
Afuera lucía el sol, aunque él ya no pudo verlo, tanto como le habían cegado las luces, aquel fogonazo.
Aquel técnico de fútbol se fue preguntándose cuánto iba a durar aquello, cuándo le dejarían al fin en paz.