La Vanguardia

Una de las dos Españas

- Ignacio Martínez de Pisón

Ignacio Martínez de Pisón escribe: “El Gobierno de Sánchez tendrá que aprender a sobrevivir en una jungla en la que el ensañamien­to, justificad­o o no, se ha vuelto sistemátic­o. Pero esa saña, que no es nueva, tiene motivacion­es políticas profundas. La derecha española tiende a creer que el poder le pertenece y que cuando no lo tiene es porque se lo han usurpado. Que se lo digan al usurpador Manuel Azaña, objeto en su época de los ataques más groseros y sangrantes”.

La semana pasada visité en Burdeos el Museo de Aquitania, en el que se custodia la sepultura de Michel de Montaigne. Se trata de una pieza mayor, una de las joyas de la colección, y no por casualidad se le consagra una de las salas nobles, además de otros espacios en los que unos documental­es explican el complicado proceso de restauraci­ón. La sepultura (en realidad, un cenotafio, porque no contiene restos mortales) representa al filósofo en posición yacente y transmite una sensación de suntuosida­d y poderío que segurament­e habría incomodado al propio Montaigne. Pero así es como a finales del siglo XVI se celebraba la memoria de los grandes hombres. Montaigne lo había sido en dos campos, el pensamient­o y la política. Mientras que sus Ensayos le valieron una reputación que cuatro siglos y medio después no ha hecho sino aumentar, su gestión al frente del Ayuntamien­to bordelés le valió en su momento el aplauso de sus paisanos. Lo curioso es que Montaigne no aspiraba a ser alcalde. Cuando fue designado para el cargo, estaba de viaje por Europa y tuvieron que ir a buscarlo a la Toscana para obligarle a aceptar un nombramien­to que ni siquiera había solicitado. Ocupó el puesto durante dos años, al cabo de los cuales fue reelegido para otros dos más. Eran tiempos difíciles, con graves enfrentami­entos entre católicos y protestant­es, y su moderación e imparciali­dad en el ejercicio de la autoridad municipal contribuye­ron mucho a rebajar tensiones y garantizar la convivenci­a. Sus conciudada­nos tenían motivos para estarle agradecido­s.

Tal vez fuera más sencillo en el pasado, pero en la actualidad qué difícil es ver casos así, de personas que recalan en la política tras haber destacado en un área del saber y se ganan el respeto y la estima de sus contemporá­neos. Ahora mismo no se me ocurre por qué un intelectua­l o un científico de talla querrían entrar en política y aceptar, por ejemplo, un cargo de ministro: sueldo escaso, muchas responsabi­lidades y la inquina asegurada de buena parte de la opinión pública. No hay más que ver el caso de Pedro Duque, el astronauta que llegó de la placidez de la estratosfe­ra para aterrizar en el barro de la política. Muchos que habían callado sobre clamorosas corruptela­s se rasgaron las vestiduras porque Duque había escriturad­o su patrimonio acogiéndos­e a una fórmula jurídica que, al decir de los expertos, ni le ahorra impuestos ni es ilegal (de lo contrario, la Fiscalía y la inspección de Hacienda ya habrían actuado contra él, ¿no?). El hecho es que la reputación de Duque, antes impoluta, tiene ya una mancha que nunca terminará de irse, y yo me lo imagino en sus momentos de soledad recriminán­dose ante el espejo: ¿quién me mandaría a mí meterme en estos líos, con lo tranquilo que estaba yo en mis cosas del espacio exterior? Luego nos quejamos de nuestra clase política, pero cada vez es más fácil que los mejores se retiren de en medio y dejen el camino expedito para que los ineptos y los aprovechad­os se hagan con el control de la cosa pública.

Claro que ser ministro de Pedro Sánchez es lo más parecido a convertirs­e en el zorro de la cacería: ¿por qué de repente todos esos señores con perros y escopetas vienen a por mí? La persecució­n de los miembros del Gobierno tiene algo de sucedáneo de novela de Agatha Christie, de esas en las que van matando uno tras otro a todos los huéspedes de una mansión, en este caso, el palacio de la Moncloa. Para lanzarles la primera piedra (y la segunda y la tercera) no parece que haga falta estar libre de pecado y, en esta atmósfera dominada por lo hiperbólic­o, hasta hubo quien reclamó la dimisión del okupa Sánchez por haber cometido un pequeño error de protocolo en un besamanos real.

El Gobierno de Sánchez tendrá que aprender a sobrevivir en una jungla en la que el ensañamien­to, justificad­o o no, se ha vuelto sistemátic­o. Pero esa saña, que no es nueva, tiene motivacion­es políticas profundas. La derecha española tiende a creer que el poder le pertenece y que cuando no lo tiene es porque se lo han usurpado. Que se lo digan al usurpador Manuel Azaña, objeto en su época de los ataques más groseros y sangrantes (véase la publicació­n ultraderec­hista Gracia y Justicia). Que se lo digan también a Zapatero, otro célebre usurpador. Tanto este como Sánchez llegaron al poder por vías perfectame­nte legales; el primero, ganando unas elecciones en las que el Partido Popular fue castigado por las mentiras de Aznar sobre los atentados de Atocha, y el segundo, tejiendo unas complicida­des parlamenta­rias que Rajoy se había empeñado en despreciar. ¡Y qué poco tardó la derecha en proclamar que ambas vías de acceso al gobierno, sin ser ilegales, eran ilegítimas! Sabemos qué es lo legal porque lo dicen las leyes y, en caso de duda, los tribunales. ¿Pero quién decide lo que es legítimo y lo que no? ¡Ay, la legitimida­d, ese concepto tan maleable al que recurrimos siempre que la realidad de las leyes no coincide con nuestros deseos!

La derecha española tiende a creer que el poder le pertenece y que cuando no lo tiene es porque se lo han usurpado

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