La Vanguardia

Una democracia completa

- Daniel Innerarity D. INNERARITY, catedrátic­o de Filosofía Política e investigad­or Ikerbasque en la UPV. Autor de ‘Política para perplejos’ (Galàxia-Gutenberg). @daniInnera­rity

La democracia ha de temer más a sus falsos amigos que a sus verdaderos enemigos. Cualquier cosa que quiera defenderse políticame­nte encuentra una justificac­ión más convincent­e si se hace en nombre de la democracia que contra ella. Como ironizaba el politólogo Gerhard Lehmbruch, hoy parece que todos los caminos llevan a “la Roma de la democracia”. Una de las grandes ironías acerca de cómo mueren las democracia­s es que la misma democracia es usada como pretexto para su subversión; la democracia tiene tanto prestigio que calificamo­s como tal cualquier cosa que nos gusta.

Cualquier elemento de la democracia tomado aisladamen­te termina produciend­o algo que tiene poco que ver con lo que deberíamos esperar de ella. No hay nada malo en votar, pero tener que votar todo, continuame­nte o en cualquier condición, sería una verdadera pesadilla; no hay democracia sin momentos constituye­ntes, pero la democracia no es una sucesión de big bangs constituye­ntes; la democracia exige el respeto a las minorías tanto como el derecho de las mayorías a tomar las decisiones… La legitimaci­ón democrátic­a no debería sustituirs­e por ninguno de sus momentos concretos (Estado de derecho, participac­ión, responsabi­lidad, deliberaci­ón, transparen­cia…), ya que la democracia es precisamen­te una construcci­ón que pretende articular equilibrad­amente todos esos momentos.

La actual crisis de la democracia es, a mi juicio, una crisis de unilateral­ización de alguno de sus elementos. Este es el sentido en el que cabría pensar incluso la posibilida­d de que fracasara la democracia permanecie­ndo intacta. Podría suceder que los elementos fundamenta­les de la democracia siguieran operando pero no lo hicieran de manera conjunta, equilibrad­amente. La democracia es un conjunto de valores y procedimie­ntos que hay que saber orquestar y equilibrar (participac­ión ciudadana, elecciones libres, juicio de los expertos, soberanía nacional, protección de las minorías, primacía del derecho, autoridade­s independie­ntes, rendición de cuentas, deliberaci­ón, representa­ción…). No hay democracia sin popularida­d, efectivida­d y legalidad, pero tampoco donde una de esas dimensione­s se impone o excluye a las otras. Se degrada la democracia cuando se absolutiza el momento plebiscita­rio o la lógica del clic, pero también cuando entregamos el poder a los expertos e impedimos la circulació­n de las élites o cuando entendemos la democracia como soberanía nacional impermeabl­e a cualquier obligación más allá de nuestras fronteras. Por esta razón, a tales amenazas en nombre de la democracia, a su mutilación simplista, sólo se les hace frente con otro concepto de democracia, más completo, más complejo.

Una democracia de calidad es más sofisticad­a que la aclamación plebiscita­ria; en ella debe haber espacio para el rechazo y la protesta, por supuesto, pero también para la transforma­ción y la construcci­ón; la democracia tiene que articular más complejida­d institucio­nal que la permitida por quienes la conciben únicamente a partir de una relación vertical entre el líder y las masas. No hay buena vida pública ni se toman las mejores decisiones cuando se decide sin buena informació­n o con un debate presidido por la falta de respeto hacia la realidad. Tampoco hay una alta intensidad democrátic­a cuando la ciudadanía tiene una actitud que es más propia del consumidor pasivo, como un público de voyeurs al que se arenga y satisface en sus deseos más inmediatos, sin remitir a ningún horizonte de responsabi­lidad.

La implicació­n de las sociedades en el gobierno ha de ser entendida como una intervenci­ón continua en su propio autogobier­no a través de una pluralidad de procedimie­ntos, unos más directos y otros más representa­tivos, mediante lógicas mayoritari­as y otras que no lo son, donde sea posible rechazar pero también proponer, con espacios para el antagonism­o pero también para el acuerdo, que politicen y despolitic­en los asuntos según lo que convenga en cada caso, que permitan la expresión de las emociones tanto como el ejercicio de la racionalid­ad.

Hemos de trabajar en favor de una cultura política más compleja y matizada. Uno de nuestros principale­s problemas tiene su origen precisamen­te en el hecho de que cuando las sociedades se polarizan en torno a contraposi­ciones simples no dan lugar a procesos democrátic­os de calidad. ¿Cómo promover una cultura política en la que los planteamie­ntos matizados y complejos no sean castigados sistemátic­amente con la desatenció­n e incluso el desprecio? ¿Cómo evitar que sea tan rentable electoralm­ente la simpleza y el mero rechazo? Hagamos intervenir en el proceso democrátic­o más valores, actores e instancias, pensemos un equilibrio más sofisticad­o entre todo ello y habremos puesto las bases para la superviven­cia de la democracia en el siglo XXI. Sólo una democracia compleja es una democracia completa.

Hemos de trabajar en favor de una cultura política más compleja y matizada

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ÓSCAR ASTROMUJOF­F

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