Caídas y ascensos
El amargo primer aniversario de la fallida proclamación de la independencia el 27-O; y los vaivenes de la bolsa de Nueva York como consecuencia de la volatilidad de los valores de las firmas tecnológicas.
SE cumple hoy un año del 27-O. La política catalana estuvo ese día montada en una montaña rusa vertiginosa. En pocas horas se declaró la independencia de Catalunya en el Parlament, se aprobó en el Senado la aplicación del artículo 155 que intervenía nuestra comunidad, el Gobierno central destituyó al presidente de la Generalitat y a sus consellers y, acto seguido, convocó elecciones autonómicas.
El independentismo es muy proclive a las conmemoraciones. Hemos tenido ocasión de comprobarlo a menudo. Las últimas veces, el pasado Onze de Setembre, cuando volvió a ocupar pacíficamente las calles, y el primero de octubre, aniversario del referéndum del 1-O, con nuevas manifestaciones y un inadmisible intento de asalto al Parlament. Hoy, primer aniversario de la proclamación de la independencia, no parece ser una efeméride para celebraciones. Lo sería para el soberanismo si se hubiera hecho efectiva más allá de los pocos segundos que duró. Pero no fue así. Y lo que ha traído el 2018 no ha sido la consolidación de un nuevo Estado, sino el reforzamiento del régimen constitucional y el debilitamiento del independentismo.
La política catalana ha estado definida este año por varios rasgos. Uno ha sido la parálisis del Parlament. Nueve de los doce meses permaneció inactivo. De finales de octubre a mediados de enero porque la Cámara estaba disuelta. Desde finales de enero hasta la mitad de mayo, por los intentos fallidos de investir presidente a Puigdemont. Y de mediados de julio a octubre por las dificultades de JxCat y ERC para ponerse de acuerdo sobre el futuro de los diputados suspendidos. Esta parálisis tuvo el efecto previsible: una escasísima actividad legislativa, que es la que da sentido al Parlament.
Otro rasgo han sido los reiterados intentos del presidente Torra para relativizar la falta de resultados sin desmovilizar al independentismo. Ha intentado conservar la ilusión con mucha gesticulación, mucha retórica y una madeja de organismos cuya misión sería progresar, ya sin plazos, hacia el objetivo republicano.
Tampoco este progreso es tangible. En su lugar, hemos asistido al ahondamiento de la brecha entre JxCat y ERC, culminada con la pérdida de la mayoría absoluta independentista en el Parlament. También hubo división en el bloque constitucionalista y se produjo un escoramiento hacia posiciones extremas en la derecha. Si la carrera hacia el 27-O fue apresurada y por ende accidentada, lo que ha sucedido en el año posterior, con encarcelados y expatriados, ha constituido una experiencia amarga para los independentistas. También para los que no lo son y creen que todo un país no debe sacrificar su día a día en pos de un objetivo de parte, legítimo pero lamentablemente gestionado.
El desánimo no es una opción. Hay ahora dos objetivos perentorios. Uno es hallar una solución para los políticos presos que ayude a distender la coyuntura. Otro es hacer un ejercicio de realismo –parte del independentismo ya lo ha hecho, aunque le cueste reconocerlo– y de consenso básico, para abonar la recuperación de un país que no puede seguir viviendo en la excepcionalidad. La buena noticia es que las relaciones entre el Estado y la Generalitat, que se rompieron estrepitosamente hace un año, han sido en parte restauradas desde que Pedro Sánchez está en la Moncloa y va tejiendo una nueva oportunidad. Pero sería aún mejor noticia que el Estado y la Generalitat actuaran con inteligencia y no desperdiciaran esta oportunidad.