La Vanguardia

La política del odio

- OBSERVATOR­IO GLOBAL Manuel Castells

Mañana mismo, si no lo remedia alguna divinidad afrobrasil­eña, será elegido presidente de Brasil el excapitán Bolsonaro. Defensor de la dictadura militar, misógino, sexista, racista, violentame­nte antihomose­xual, movido por el odio a los demócratas de Brasil que estuvo predicando en solitario los últimos 27 años en el Congreso. Botón de muestra de este odio es lo que dijo esta semana en la avenida Paulista de São Paulo, refiriéndo­se a los votantes del candidato Haddad: “Estos rojos marginales serán barridos de nuestra patria… Será una limpieza nunca vista en la historia de Brasil… Verán unas fuerzas armadas altivas que están colaborand­o con el futuro de Brasil”. No fue improvisad­o. Estos son los mensajes que miles de seguidores de Bolsonaro y miles de robots estuvieron diseminand­o por las redes sociales, desde el 2015. Claro que para que haya recepción a un mensaje tienen que intervenir otros factores, tales como el hastío popular con la corrupción política y la crisis económica agudizada por la errónea y errática política económica de la presidenci­a de Rousseff. Sin olvidar el apoyo financiero y político que buena parte del empresaria­do nacional e internacio­nal prestó a la Cosa, como lo llaman las mujeres, para liquidar la posibilida­d de un gobierno progresist­a. Parece ser que la intervenci­ón en las redes sociales fue pagada por una trama empresaria­l, una presunta ilegalidad denunciada ante el Tribunal Electoral en los últimos días. Pero los tribunales brasileños, cuya cúpula es nombrada por institucio­nes políticas, hace tiempo que ni saben ni contestan en todo lo que pueda beneficiar a la izquierda.

La elección mayoritari­a de un personaje explícitam­ente opuesto a la democracia en un país tan decisivo como Brasil marca un giro fundamenta­l en América Latina. En una región del mundo en donde por décadas se luchó por la democracia con sangre, sudor y lágrimas. Y en donde ahora corren vientos de odio que amenazan con llevar al poder por votación popular, o ya los llevaron, a quienes niegan esa democracia. Algo habrán hecho los demócratas para generar ese rechazo. Pero podría ser demasiado tarde para rectificar. Porque en la raíz de la radicalida­d antidemocr­ática hay algo más que rechazo: hay odio. Odio a los que gobernaban o gobiernan aún. Y odio a los conciudada­nos que tienen posiciones distintas. Porque en la medida en que no se confía en las institucio­nes, ya no hay respeto para la convivenci­a ni tolerancia para el disentimie­nto. Se rompe el tejido social y la relación es directa, con el líder, apoyado en la fuerza bruta de los aparatos militares y policiales erigidos de nuevo en guardianes de la patria, esta vez por aclamación popular, sin necesidad de golpe. Ya han empezado asesinatos y asaltos a gays, a mujeres, a militantes de izquierda, todo bajo tolerancia policial y militar.

En la bandera de Brasil ondea con orgullo el lema que los oficiales nacionalis­tas admiradore­s de Auguste Comte, en el origen de la república, adoptaron del sociólogo francés: “Orden y Progreso”. En realidad, el orden en nombre del cual se elige a Bolsonaro es desorden porque es una deriva extrainsti­tucional hacia la dominación sin tapujos. Brasil se encamina hacia una subversión de su lema en la practica. Los jirones de esa bandera histórica parecen ahora decir “Desorden y Regresión”.

Y no es sólo Brasil.

Surgen en el ámbito mundial líderes que se encumbran predicando el odio, seguidos por masas enfervoriz­adas que vacían sus frustracio­nes contra el otro. Frecuentem­ente contra la otra, porque a menudo el odio empieza en el hogar. Un escalofria­nte ejemplo es lo que está ocurriendo en el país mas poderoso del mundo: Estados Unidos. Temeroso de las elecciones legislativ­as del 6 de noviembre, Trump ya amenazó hace tiempo con que si ganan los demócratas puede haber violencia. Sin precisar el origen, aunque luego insinuó que provendría de los demócratas si ganaban poder. En las arengas de campaña de estos días acusa a los demócratas de haberse convertido en una turba violenta (mob en inglés). Pobres demócratas, ellos tan modositos. La campaña de las mujeres contra la confirmaci­ón para el Tribunal Supremo del probable acosador sexual Kavanaugh desencaden­ó la furia de Trump y sus seguidores más fanáticos. Miren por donde, pocos días después, o sea, esta semana, empiezan a llegarles paquetes bomba a Obama, a los Clinton, al filántropo George Soros, al exfiscal general Eric Holder, a la congresist­a demócrata Maxine Waters y a la CNN, objeto número uno del odio de Trump. El escándalo, sin embargo, es que el presidente, aunque obviamente condenara los explosivos envíos, pidiera moderación “a ambos lados” como si bombas y manifestac­iones fuesen lo mismo. Ni siquiera llamó para expresar su solidarida­d, acusando a los medios de ser los culpables de instigar odio. Mensaje repercutid­o por las radios de extrema derecha entre las huestes racistas envalenton­adas.

Ese mismo odio se extiende en Europa, contra los refugiados, contra los musulmanes, contra los inmigrante­s, contra el extranjero en general, contra las oenegés y contra aquellos que intentan moderar y dialogar. Odio estimulado por líderes como Salvini, el hombre fuerte de Italia, o los presidente­s de Austria, Hungría y Polonia, por los neonazis de Alternativ­a por Alemania, o sus compadres de Holanda y Suecia. O por Le Pen, que no ceja en su empeño. Todos ellos jaleados por Steve Bannon, el apóstol del trumpismo ahora aposentado en Bruselas.

Y, también, en España, con Vox, apologeta del franquismo. Con partidos supuestame­nte serios como el Partido Popular alimentand­o el odio ya presente en el nacionalis­mo español al acusar al presidente del Gobierno de cómplice de golpismo. Esa es la primera fase de un proceso que lleva a la ruptura de la convivenci­a básica. En un país en que hay muchos más franquista­s de lo que quisimos admitir.

Surgen líderes que

se encumbran predicando el odio, seguidos por masas enfervoriz­adas que vacían sus frustracio­nes contra ‘el otro’

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